Cuando se habla de disminuir efectivos en nuestras desproporcionadas Fuerzas Armadas (o de desmantelarlas por completo porque qué servicio nos brindan realmente), o de cerrar instituciones absurdas como el Ministerio de la Juventud, entre muchas otras, o de reducir drásticamente la nómina estatal, el argumento que se presenta es qué hacer con todas esas personas que quedarían desempleadas de repente.

Analizarlo de este modo es concentrarse en un solo lado de la moneda. Porque si bien es cierto que toda esa gente quedaría sin un cargo, también es cierto que con el tiempo no les quedaría más remedio que reinventarse y pasar de ser una carga a ser personas productivas.

Una vez librado de mantener a un ejército de burócratas, el Gobierno podría bajarles los impuestos a los que con su trabajo han financiado su existencia. Esto dinamizaría la economía y generaría nuevos empleos. Mucho más aún si los burócratas que se eliminan son los reguladores y fiscalizadores que se la pasan entorpeciendo las labores de las empresas.

La sociedad en su conjunto estaría mejor.

Obviamente se eliminaría solo el exceso de funcionarios y empleados públicos. Porque los hay sin duda que desempeñan un rol sumamente necesario para el bienestar de una nación: los bomberos, los que recogen la basura, los que limpian las calles, los que garantizan una atmósfera de orden y justicia.

Esta es una invitación a un análisis racional sobre lo que sobra en el Gobierno. Ojalá alguien tenga la valentía (y el desinterés proselitista) de proceder en consecuencia. Les ahorraría una pérdida de tiempo valioso a tantas personas que creen que porque tienen un cargo de este tipo están siendo útiles a la sociedad. Les quitaría de la cabeza la fantasía de que trabajan e iluminaría sus pasos hacia un camino más productivo.

Aligeraría además las tantas cargas que tienen que afrontar los que sí están aportando a la prosperidad de su país. Y de paso, nos quitaría a muchos la indignación que sentimos ante tanto desperdicio.

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