Existe una especie de consenso de que las guerras en sí no son tan malas porque contribuyen a dinamizar la economía. Y se habla, por ejemplo, de la cantidad de casas, edificios, ciudades enteras… que se levantaron después de la Segunda Guerra Mundial. Como si hubiese una especie de bendición asociada a la destrucción.

Esta forma de pensar pasa totalmente por alto el hecho de que después de una guerra no se está creando nada. Simplemente se reemplaza.

Frederic Bastiat ilustraba muy bien la trampa que encierra este pensamiento en su ensayo de la ventana rota: un chico rompe una ventana, y en un acto de reflexión filosófica la gente entiende que su vandalismo es bueno porque quien repara la ventana recibe un ingreso, y este a su vez lo gasta y beneficia al comerciante. Se ignora por completo que para arreglar la ventana su dueño tuvo que desprenderse de un dinero que hubiese gastado en otra cosa. Se sustituyó algo que se perdió y alguien dejó de vender eso que el dueño de la ventana hubiese comprado. La economía en su conjunto está peor.

Lo que sin dudas es cierto es que hay un grupo que se beneficia de la destrucción. El que repara la ventana está mejor, y los que reconstruyen las ciudades también. El error está en creer que algo es bueno porque beneficie a un grupo, subestimando a los que se perjudican.

Los reconstructores están mejor porque la demanda se desvió hacia sus servicios, en detrimento de los que producen los bienes y servicios que se dejaron de comprar por estar reparando. Y a costa de los que perdieron sus casas y tuvieron que comenzar de cero. Si eso fuese una bendición, la gente quemaría sus viviendas para renovar energías. ¡Y para nada es así!

Lo que es desastroso a nivel individual, lo es también para la nación. Hablar sobre la “economía de la guerra”, no es más que una de las tantas mentiras asociadas al razonamiento económico. La guerra y su destrucción eso son: pérdida neta, desastre, amargura… Aunque algunos grupos se beneficien y ¡hasta la promuevan!

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