Para los economistas de la escuela austríaca las intenciones del gobierno por alentar negocios deberían ser tan temidas como su hostilidad hacia los mismos. Esto es así porque cuando intervienen con el fin de “arreglar algo”, lo que desarreglan es peor.

Mencionemos el caso de la tan frecuente intervención en el campo, para alentar la producción agrícola y sacar a los campesinos de la pobreza. Los gobiernos siempre entienden que deben financiarlos porque los bancos privados no les prestan.

¡Pero por algo será que no les prestan! A esos bancos no les queda más remedio que ser cuidadosos a la hora de prestar. Deben investigar muy bien sobre las inclemencias del tiempo, la calidad de sus tierras, el acceso a buenas vías de transporte y el potencial comercial de sus productos (esto es, que no les de por cultivar mapuey, si ya nadie come eso). Porque si les prestan, y después no les pueden pagar, deben responder con su propio dinero ante sus depositantes, y hasta pueden quebrar.

El gobierno, en cambio, no pierde nada si no le pagan. Al fin y al cabo el dinero no es suyo (se lo ha quitado a otros). Así que puede permitirse ser más romántico en la selección de destinatarios. Su desperdicio no tiene castigo y si las cosas no salen bien, se conforma con haber mercadeado sus buenas intenciones con unos “pobres campesinos”.

Como sus estándares de selección son mucho menos estrictos, eso es precisamente lo que suele ocurrir: que no le pagan. No solo en el campo, sino en muchas otras áreas, donde a ningún prestamista privado se le hubiese ocurrido participar.

Desde una perspectiva más amplia, el daño no solo se limita al desperdicio del dinero de los contribuyentes. También ocurre que al dedicarse recursos a financiar proyectos fallidos, éstos se desvían de financiar proyectos exitosos, que sí hubiesen aportado a la generación de empleos y riqueza. Y se penaliza a alguien que sí merece el crédito (porque sus ideas empresariales son mejores) para favorecer a un ineficiente.

La comunidad en su conjunto pierde y, como bien señalan los austríacos, el remedio sale peor que la enfermedad.

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