Ni en las peores dictaduras se ha limitado el derecho de los padres a ponerles los nombres a sus hijos. La de Trujillo figura entre las más crueles, horrendas y corruptas en la historia continental. El “jefe” limitó el derecho de tránsito, prohibió la libertad sindical y política, encerró, exilió y asesinó a sus opositores, pero nunca se le ocurrió, ni en sus días finales de delirio, impedirles a los padres elegir los nombres de sus vástagos.

A comienzos de 2009, la Junta Central Electoral elaboró un proyecto para regular esa potestad de padres y madres, y asignársela a los responsables de las oficialías civiles. La infeliz iniciativa carecía de toda lógica, pues sería suprema estupidez darle facultad a un oficial civil para decidir qué nombre deben llevar los hijos de otros.

En la ocasión se dijo que la idea era evitar que se les dieran nombres de pila a los niños usados también como apellidos, o lo que la JCE entendía entonces vulgares o fonéticamente extraños. Pero el derecho de los padres sobre los nombres de sus hijos es innegociable y no puede ser usurpado por el Estado o por un burócrata. Mi nombre de pila, por ejemplo, es también un apellido de una vasta y conocida familia de ascendencia árabe y algunos de sus miembros llevan los dos.

Si esta resolución se hubiera aprobado estaríamos ante uno de los casos de arbitrariedad más estúpidos e inútiles y resultaba inconcebible que la JCE, algunos de cuyos miembros habían confesado públicamente enormes atrasos y problemas de otra naturaleza en la organización de las elecciones del 2010, ocupara su tiempo y dedicara recursos a banalidades de esa naturaleza. A lo mejor en la junta se creía que los nombres de algunos de ellos sonaban mejor que Eteniño, Trifulco, Anacleto, Simplicio o Cédulo Patulio. Un amigo se llamaba José Guasinpa: le autorizaron el cambio y ahora se llama Ramón Guasinpa. A la junta ¿qué podía importarle?

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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