Mascaradas del silencio

Con sólo 26 años, José Luis Cuevas publica un manifiesto titulado “La cortina de nopal” (1957), en el que arremete contra Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siquieros, las tres vacas sagradas del muralismo mexicano. Ya Siqueiros&#82

Con sólo 26 años, José Luis Cuevas publica un manifiesto titulado “La cortina de nopal” (1957), en el que arremete contra Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siquieros, las tres vacas sagradas del muralismo mexicano. Ya Siqueiros había escrito: “No hay más ruta que la nuestra; o se hace arte social, o no hay arte”. La voz de Cuevas, al enfrentar la cerrazón del realismo pictórico mexicano, su estrecha autocomplacencia nacionalista, emite la clarinada de una inevitable insurrección. Al socaire de Rufino Tamayo y Carlos Mérida, el grupo de jóvenes pintores de la “generación de la ruptura” (Juan Soriano, Vicente Rojo, Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Fernando García Ponce y el propio Cuevas) se lanzará entonces a la búsqueda de pautas y perspectivas artísticas distintas, alejadas furiosamente del rígido canon politizado de los viejos muralistas.

En los últimos párrafos de “La cortina de nopal”, Cuevas expresa: “Admito en arte todos los caminos que se presentan como una prolongación generosa, amplia, de la propia vida. Quiero en el arte de mi país anchas carreteras que nos lleven al resto del mundo, no pequeños caminos vecinales que conectan sólo aldeas.”

Al cabo de unos diez años de aquella rabiosa batalla de doctrinas, el universo de las artes plásticas de México fue capaz de abrir los espacios precisos para una coexistencia fértil. Ya el poderoso legado de los muralistas no constituye una oprobiosa barrera, un obstáculo capaz de frenar el impulso de los artistas con nuevas visiones e inéditos lenguajes.

José Luis Cuevas y sus coetáneos, hemos de reconocerlo, ganaron la guerra y ganaron la historia.

Desde hace tiempo me parecía ilusorio aquel sujeto que a los 23 años expuso en Francia al lado de Alexander Calder (el de Móviles y Estables), Morris Graves y Stuart Davis. Las razones sobraban, ciertamente, para suponer ficticio al individuo que hizo rodar por Canadá, México y España “275 dibujos realizados durante una semana de enfermedad”. Fingida o solapada, digámoslo, había creído su identidad derramada en millares de autorretratos (con máscara de Jack el Destripador, con peinado nueva ola a la manera pop art IV, con Kafka y Samsa, al modo de Quevedo, como pintor de fin de siglo, al modo de Picasso II, con maga, con modelo, en el infierno, como viejo, en la mañana que supe de la muerte de Marta Traba, con Saskia y Rembrandt). Poco menos que incierta y fabulosa, asimismo, imaginaba la potencia vital de este tipo, con bríos suficientes para erigir una andrógina escultura en bronce de ocho metros de altura: “La Giganta”.

De este hombre-quimera, sin embargo, sabía mucho. Conocía, por lo pronto, de los escándalos, los happenings, la hipocondría, las adhesiones. El mito, en oleadas, me invadía. La voz del amigo recíproco dibujaba —como Orfeo en el soneto de Rilke— un árbol de leyenda en mis oídos. Eso ocurría mientras escuchaba a Fernando Benítez hablar de José Luis Cuevas: “como Diego Rivera, rabelesiano, mujeriego, provocador de escándalos, gran conversador, bromista genial, inventor de leyendas, hombre de amores y desprecios…”

Meses más tarde conocí a José Luis y a Bertha, su esposa. Cenamos con ellos y los Benítez durante un largo sarao. Ya tarde, al filo de la medianoche, creí descubrir el rompecabezas, el enigma de este “Narciso criollo”, como lo denominó Enrique Krauze.
Al nacer Narciso —de tal hermosura que desde el momento de nacer ya fue amado por todas las ninfas—, sus padres consultaron a Tiresias, el adivino, y éste señaló: “Vivirá mucho si él no se ve a sí mismo”.

Así, en lo adelante, para observar su propio rostro, José Luis empleó la máscara del teatro, la máscara del carnaval, la máscara funeraria. Los embozos de Cuevas producían la catarsis; no escondían, sino que revelaban impulsos recónditos que pugnaban por huir.

Pero la máscara reviste algún peligro para quien la lleva. La máscara y su portador se intervienen uno a otro, y la fuerza vital condensada en la careta puede apoderarse de aquel que está colocado bajo su protección: el protector se convierte en amo.

Poseído por la máscara, en Cuevas desaparece la frontera entre liturgia y comedia, entre dibujo y literatura, entre azar y causalidad, entre simultaneidad e historia. Todo acontece a la vez, en similar espacio, en el seno de una idéntica y viscosa materialidad.

Para escapar del vaticinio de Tiresias, José Luis se esconde tras infinitos rostros, simula innumerables voces y representa inagotables gestos. Él dibuja lo que lee y redacta sus espantos, en tanto nos convoca a la ceremonia extravagante, histriónica y melancólica de su propia vida: José Luis transmutado en “Autorretrato con autorretrato”, o en “Yo viejo No. 65”, o en “Yo sano No. 58”, o en “Yo” (pura y simplemente); y el otro José Luis que, a un tiempo, escribe: “Cuevas por Cuevas”, “Cuevario”, “Historias de un viajero” (autobiografía), “José Luis Cuevas” (autobiografía), “Cuevas antes de Cuevas” (autobiografía), “Historias para una exposición” (autobiografía) y “Letters”.

El eximio dibujante José Luis Cuevas —uno de los mejores de la época— adeuda trazos a Picasso, al arte prehispánico de México, a los expresionistas alemanes; a Francis Bacon, quizás. El Cuevas-hombre, el Cuevas-representación, el Cuevas-espectáculo, por lo contrario, es invención propia, hechura íntima y entrañable de la angustia —su “eterna compañera”, ha dicho Fernando Benítez—: recóndita ambición del Narciso que ama la vida tanto como ama su rostro, fatalmente distante e irreconocible.

Pero José Luis lo supo desde siempre: Tiresias mentía. Nadie puede mirar el propio rostro. La cara peculiar atañe a los dominios del otro; cual vocablo emitido, ahogado, en el lenguaje de la alteridad, de la otredad. Cierto: Narciso no muere al observarse en el espejo; la imagen reflejada es falsa y vacía. Narciso agoniza tan sólo por la incapacidad de aprehender su propia excelsitud, por el irrealizable encuentro con una perfección que únicamente existe para el otro, que únicamente el otro percibe y admira. José Luis Cuevas, por ello, conjura su horror vital detrás de una carátula que vocifera egolatrías; desagravia la inanidad de la existencia en la monstruosa aleación de “La Giganta”; se autorretrata a perpetuidad —Sísifo gráfico— mientras Narciso escapa por el fondo del espejo.

El Bosco, por primera y única vez, consiguió dar forma concreta y tangible a los temores que obsesionaban al hombre de la Edad Media. José Luis Cuevas (como Grünewald, como Brueghel, como Callot, como Goya), Narciso a la inversa, volvió los ojos hacia su interior, hacia los borrosos abismos de su existencia.

Y acaso nadie ha penetrado tan hondo, ni ha escrutado tanto como él en esas profundidades umbrías del alma humana.
______________________________________
(Del catálogo de la exposición retrospectiva de José Luis Cuevas en Casa de Bastidas; Santo Domingo, 1993).

Posted in Edición Impresa, PanoramaEtiquetas

Más de edicion-impresa

Más leídas de edicion-impresa

Las Más leídas