El montero o la sociedad dominicana vista por los ojos de Bonó

Pensamiento caribeño en el siglo XIXEra una tarde apacible de otoño, el sol se escondía por detrás de la elevada cima del Helechal; la brisa del mar que todo el día había jugado mansamente en su vasta planería,…

Pensamiento caribeño en el siglo XIX

Era una tarde apacible de otoño, el sol se escondía por detrás de la elevada cima del Helechal; la brisa del mar que todo el día había jugado mansamente en su vasta planería, acababa de ceder su lugar al terral; el océano en su continua lucha exhalaba su poética e interminable queja al estrellarse entre las rocas, y las tórtolas y pelícanos se agrupaban en sus dormitorios favoritos. Esta hora tan melancólica, intermedio de la luz y las tinieblas, es uno de los cuadros en que la naturaleza presenta más tintes que observar y grandezas que admirar… Bonó, El montero (Fragmento).

Esta novela, publicada en París en 1856 y escrita por Pedro Francisco Bonó, es un retrato poético de la vida dura vida rural dominicana, y de la presencia arrolladora del caudillo, aquel líder campesino que se sentía dueño y señor de las comarcas.  Esta obra constituye  un verdadero tratado sobre las costumbres existentes en el campo dominicano. Describe y descubre las añoranzas, las luchas y las pasiones de los habitantes, sometidos a la voluntad de los caudillos; y cómo esta relación de poder incidió en el imaginario colectivo de esta América nuestra.

Las hermosas descripciones que aparecen sobre la majestuosidad de nuestros campos, todavía vírgenes de la depredación de la civilización, son verdaderamente impactantes:

El terreno de todos estos sitios, salvo los ya dichos cenagales, está sembrado de esa robusta, rica y variada vegetación de Santo Domingo. Bosques de limoneros, majagua y uveros cubren el litoral con una entrada de doce leguas al interior, y sirven de guardia a una infinidad de puercos montaraces, cuya caza es la ocupación de todos los habitantes que pueblan ese espacio, y el producto de las carnes la única renta que poseen… (p. 6).

Pero ese entorno es sólo un escenario para colocar al protagonista, El montero. Un hombre tosco, de rostro tosco maltratado por el sol, de cuerpo corpulento y velludo, sucio, tanto que le “daba aire de un escapado de la cárcel, un conjunto feo, pero que denotaba fuerza y salud”. El primer diálogo que aparece denota el temor que produce su sola presencia. Una sola pregunta, lo indujo a acrecentar su mal humor:

Juan, ¿todavía no llega Manuel? ¿No lo alcanzas a ver?… Estas palabras parece pusieron de mal humor al que estaba sentado en la puerta…frunció el ceño y murmuró: -Cuidado que la vieja se por ese mequetrefe, no parece solo que ya es… el siloquio fue interrumpido otra vez por la misma voz… -Parece, Juan, que olvidas los peligros de tu profesión, cuando supones la caza de los jabalíes sin peligros, cualquiera al oírte supondría que no has hecho conocimiento con tus colmillos.- Como dice usted, señora Teresa, que yo no conozco sus navajas. ¡Válgame la Virgen! si no sé cómo estoy vivo… (p. 7).

La tarea de los monteros era dura. Cazar jabalíes era arriesgar sus vidas. Muchos podían salir mal heridos de la faena.  Pero, a veces, salían a cazar y regresaban con las manos vacías: “Los jabalíes han huido del monte, que ya los monteros van por ellos y vuelven vacíos”. (p.8).

La vida rural era dura, más que dura. La pobreza en que vivía la población, se veía reflejada en cada una de sus palabras. El montero sólo tenía su fuerza y su voluntad. Vivía con su familia en la pobreza más extrema:

Componíase el ajuar de ésta: de cuatro o cinco rollos de seiba que servían de sillas en competencia con una barbacoa, mueble formado por cuatro estacas clavadas en el suelo, soportando dos cortos palos atravesados, sobre los que descansaban cinco tablas de palma barnizadas por el continuo frote de los cuerpos. En un rincón cuatro calabazas llenas de agua, encima de las cuales descollaba una pirámide de jícaras… y que colgadas por los extremos a las espinas de dos trozos de limonero colocados en cruz, denotaban el aseo del ama de casa. Esta es una de las particularidades en que la mujer del montero pone más conato y lo que da la medida del buen orden de un bohío. En las soleras estaban fijas varias quijadas de jabalíes en cuyos retorcidos colmillos descansaban macuto, cinchas y jáquimas; en fin, dos bateas y una mesa coja, pero muy limpia, completaban el resto de los muebles…. p.11.

El bohío no tiene  más que un seto interior que divide el aposento de la sala. En esta última se come y se hacen todos los oficios  caseros concluyendo de noche de dormitorio para los peones del patrón… p.13.

Cualquiera que sea curioso…creerá que no hay ninguno de los objetos necesarios al uso casero de una familia, pero se equivocaría…, pues con solo que levantar la colcha que cubre la cama principal se encontraría  con gran cantidad de objetos…: platos tazas, jarros, cucharas, ollas, todo está escondido debajo de la cama, aguardando la ocasión de una visita importante… para ver la luz del día.

Después de la descripción comienza la trama que no es complicada, sino que desnuda las relaciones entre las familias de los monteros. Aparece el amor, el temor al padre autoritario, la sumisión de la mujer, el temor de la hija de enamorarse del hombre incorrecto porque su padre no lo acepta. Todas estas relaciones humanas se desarrollan en ese campo virgen, exuberante e intensamente verde que era el nuestro.

El valor de esta novela, más que literario o novelístico, es el retrato que nos ofrece sobre la dura vida de los campesinos.  Escrito en un lenguaje sencillo, a veces poético, Bonó logra captar la atención del lector no tanto porque la novela cuenta con una trama envolvente, sino por su capacidad descriptiva. Con palabras, el campo dominicano va tomando forma y color a través del verbo prolífero del pensador cibaeño.  Pero además, su capacidad de análisis lo llevaron a legarnos la historia, la vida de una serie de personajes nacidos del campo dominicano.  Vimos sus proezas y hazañas para sobrevivir a la dura tarea de cazar jabalíes. Sentimos las angustias de las mujeres de desarrollar complicados oficios en espacios tan pequeños que sólo sus ilusiones de formar una familia las mantenían atadas a esa cosa levantada que ellos llamaban vivienda. Y, a través de sus páginas, recordamos el valor que en la cultura campesina se le otorga al Padrino y al jefe de familia. Revivimos la sumisión femenina como una dolorosa verdad a la que fueron sometida las mujeres dominicanas del siglo XIX. En fin,  nos enfrentamos a la gente que con su sudor y sacrificio construyeron esta sociedad que tenemos hoy.

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