El hombre que pudo tocar el cielo con sus manos, aplaudido más allá de su tierra, de su continente

En fin, ¿cuántos Diegos Maradona hubo? Se calcula en muchos millones sus admiradores fuera de Argentina, la que le inscribe 40, que disfrutaron de sus milagros en las canchas de Barcelona, Nápoles, Europa toda. Y hacía milagros porque era Dios, eso no se discute porque hasta el Papa Francisco lo admite. El Papa también es Dios porque es argentino.

Quedó muy atrás el máximo título que se le otorgaba a un jugador que llegara a la cima del fútbol: el Rey. Y Pelé fue el Rey. ¿Quién está por encima del Rey en las creencias populares?

Maradona no solo tenía la mano de Dios, fue que el árbitro no vio nada en el mundial del ’86 de México. Diego, por si las dudas, tenía las manos, la cabeza y los pies que gambetearon a todos para meter el segundo gol. Recordémoslo: La cancha era un campo de batalla. Había un solo soldado vestido de azul celeste a rayas armado con un balón. Corría como aprendió en su Fiorito, barrio adentro de charcos y fangos, desbocado como Crazy Horse contra el general Custer, más veloz que Flash a quien borró junto a Supermán, Batman, Aquaman… del imaginario de superhéroes de los niños argentinos y de la América futbolística, aunque no dejó de ser inspiración para países, como el nuestro, con la cultura del beisbol que ha dominado como si fuera una embajada.

A medida que avanzaba Maradona, saltó varias trincheras al tiempo que gritaba “¡Falklands belong to Argentina!”.

Esquivó los disparos de las armas más modernas, gambeteando entre balas de todos los calibres, como lo narraba Víctor Hugo Morales quien sudaba tanto como “el Pelusa” en su carrera hacia el portal. Maradona no paraba, aunque a veces debía retroceder, quizás por aquello de “un paso adelante y dos para atrás”… cuestión de táctica.

Todo el ejército británico ocupaba la mitad del terreno. Detrás de la portería brillaba la corona de la Reina con cara petrificada y ojos punzantes como rayos laser sobre el insolente plebeyo que no perdía el balón por más que sus muñecos dispararan.

El Diego se movía incesantemente con mirada de cirujano buscando el intersticio adecuado por donde entrar sin perder el balón. Desesperado, miró hacia el cielo buscando ayuda. Un paquete de nubes dispersas formaba una frase: Dios eres tú. Fue así como sintió una descarga eléctrica que le iluminó todo el cuerpo como había hecho Mary Shelley en 1823 con Frankenstein. Intentó pasar entre un batallón del regimiento de Francis Drake, pero tuvo que retroceder. Pateó la pelota hacia atrás para recuperarla con el pie izquierdo, la pateó de nuevo suavemente hacia arriba y la mantuvo en el aire por media hora con golpes de rodillas, hombros, el pecho y los pies en un baile que tenía un profundo origen centenario que se solía oír en los campos y montañas cuando los indios y negros se escondían huyéndole a “los conquistadores” europeos. A veces parecía que quien estaba en el aire, como un “barrilete” cósmico, era el propio Maradona.

Los gritos de los 114,580 fanáticos del Estadio Azteca querían un gol, gritaban a nombre de Perón, de Pancho Villa, Zapata, de Evita, del Che, y hasta de Carlos Gardel y Pedro Infante. El eco retumbaba en los cuarteles de Videla, en Chile y en los oídos de los hinchas de Pelé.

Poco a poco se fue acercando a la meta que estaba custodiada por Margaret Thatcher y pateó tan fuerte el balón que entró a las redes con to’ y portera.

Ese fue el gol que disfrutaron los pobres de América, los colonizados de siempre, los esclavos eternos. Y paradójicamente, también los ricos, clase media y hasta militares nacionalistas. El Diego era de todos.

Cuando el Diego no pudo jugar más, como se lo indicaban las arenas del segundo piso de su reloj, siguió al lado de esos pobres que le tenían como si fuera el mismo Dios, con sus manos y su empeño.

Víctor Hugo, que lo conoció bien, cuenta las veces que le ofrecieron más oro que el que guardan los bancos ingleses a los venezolanos junto a los cofres del pirata Drake. Diego se quedó de un solo lado a pesar de las amenazas de congelarle todas sus cuentas ganadas con el sudor de sus pies… y su mano. Porque a pesar de los millones de Maradonas, según el cristal del arcoíris, había dos que se fundían en uno. El mago Diego del balón es el mismo que los admiradores de Francisco Franco, Pinochet, Videla, Macri, Bolsonaro, Añez, Ramfis Trujillo, no quieren ver cuando se convierte en el Maradona de América del lado de los que no tiene nada, solo la felicidad de sus casi 400 goles que le hicieron olvidar sus miserias, sus desaparecidos, sus encarcelados, sus desempleados, sus inmigrantes maltratados.

Prefieren recordar siempre el Diego goleador como Macron o Macri. Porque el otro Diego, el mismo, es la cruz de los vampiros que han sembrado de miseria todos los rincones posibles de este Perro Mundo Número Dos.

No le perdonan los vampiros que Maradona fuera amigo de quien le dio la gana y se tatuara las imágenes que quiso y que le salió de los forros, no de su catre, como Tyson. Ese no es el Maradona que quieren. Ellos quieren al superhéroe de las buenas causas goleras y generadora de divisas y que se parezca a la Mujer Maravilla.

Aquellos que no entienden o no quieren entender apota, y no le perdonan su identificación con la gente de los barrios, son los que se encargan de destacar las desgracias y debilidades humanas de las que nadie se escapa, aunque ocupen el trono de Dios. Los de siempre que miran las manchas del Sol. Los que no fueron capaces de subir, peldaño a peldaño, como él, desde el lodo de la miseria, hasta las nubes.

Se olvidaron que Maradona “solo nos hizo felices” como declaró el Presidente Alberto Fernández y “siempre supo distinguir a los canalla y apreciar a los dignos” como remató su amigo Adrián Paenza, poeta, matemático y filósofo.

Nadie cree en la sinceridad, ni tampoco de la autoría del presidente francés “quien escribió” una hermosa carta para dejar deslizar, como hacen las agencias de prensa, dos líneas de odio y veneno. De seguro que Maradona se la devuelve desde donde esté. “Honrar” honra.

Maradona declaró, como una reflexión premonitoria, que quería ser recordado “por haber jugado al fútbol porque es el deporte que me dio más alegrías, más libertades, como tocar el cielo con las manos.”

En Nápoles, Italia, tres gigantescos murales de Jorit Agoch hacen recordar a dos argentinos: dos murales para el Che y otro para Maradona. El Estadio San Paolo se llamará “Diego Armando Maradona”. ¿Qué podría haber pedido mas Diego si allí va más gente a un partido que toda la sumatoria de los feligreses a todas las iglesias en un domingo cualquiera?

Al final, la despedida. No puede ser la familia que decida nada del funeral. Diego pertenece al patrimonio argentino y por tanto es el Estado que debe decidir su velatorio que no puede limitarse a un día y menos ordenar la represión policial que opacó la solemnidad de la ceremonia. Por esto estamos como estamos porque somos como somos.

Pelé, que tuvo los mismos orígenes que Diego, se puso del lado de Bolsonaro para que Brasil siga en la miseria eterna. Diego siguió siempre del lado del fútbol y la fanaticada del deporte tanto en su país como en el mundo. No podía ser de otra forma. Dios está en todas partes.

Posted in CulturaEtiquetas

Más de gente

Más leídas de gente

Las Más leídas