A esa hora de la noche, bajo la luz cobriza de la Calzada Madero, el viejo convertible conservaba intacta, en apariencia, toda su dignidad. Había algo imponente, venerable, en aquellas líneas realzadas del viejo Ford Galaxie rojo, los vivaces colores de fábrica, las impecables gomas banda blanca, el ronroneo felino del motor, la opulencia con que se desplazaba su mole silenciosa por la avenida desierta donde ya ni las almas se veían.

El Güero Padilla, al volante, manejaba con un porte que estaba a la altura de la situación. Brazo izquierdo apoyado discretamente sobre la ventanilla, la cara larga, afilada, casi tanto como la nariz, el gesto despectivo, el trago al alcance de la mano. Una especie de dandy blanco y rubio.

Gumersindo, a su lado, el imponente Gumer, sumergido en la oscuridad de su piel, mascullaba o masticaba entre dientes una especie de salmodia, el trago entre las piernas.

A espaldas de Gumer, en el asiento trasero -vaso con hielo y agua entre las manos-, Bonilla pronunciaba palabras ilegibles: Heidegger, Hegel, Kant, sein dasein. De vez en cuando decía Monterrey, Monterrey querido, hablaba solo de la debacle existencialista, del horario de los trenes, de su fascinación por los andenes, que son la imagen traslaticia y espacial de las despedidas y de las lágrimas, pero también de los regresos repletos de alegrías y de abrazos.

Willians, con la trompeta en el regazo, al otro lado, justo detrás del Güero, tarareaba una melodía, manicero. Willians acariciando la trompeta de maní, maní, maní el manicero se va. No la vayas a tocar, nos dejas sordos. La noche estaba creciendo en Monterrey querido y el frío comenzaba a apretar.

Hacía en realidad un frío de madre, de su maldita madre, y tenían la calefacción a todo dar, pero desde la última vez que bajaron la capota el convertible se había convertido en descapotado, solamente en descapotado y el maldito frío de Monterrey apretaba.

-¿Cómo pudo pasar esto? -preguntó el mecánico que intentó arreglarlo-. Parecería que alguien intentó bajar la capota con el coche a toda marcha y supongo que perdería el control, daría vueltas de trompo en la pista. El mecanismo está trabado, inservible. ¡Ay, Chihuahua!

El Güero Padilla y el imponente Gumer -dos de los cuatro dueños del vehículo- habían organizado en horas de la tarde uno de sus acostumbrados safaris urbanos, una expedición de caza o pesca que a veces daba buenos resultado y siempre causaba impresión.

Para los fines de lugar, montaban una especie de teatro. Gumersindo se vestía como un príncipe, con sus mejores galas, adoptaba un porte aristocrático y ponía cara de rico, más bien de alguien que estaba como podrido en dinero. El Güero se calaba una gorra, endosaba una especie de uniforme, simulaba ser el chofer, lo paseaba por la Plaza Zaragoza, le abría y cerraba la puerta, lo escoltaba con aire de matón como todo un guardaespaldas y cuando alguna chamaca se interesaba en el personaje decía en voz muy baja y misteriosa que era un príncipe de un país africano y prefería pasar de incógnito.

Cuando la ocasión era propicia sucedía un poco como con aquel pescador que tiró las redes y sacó tantos peces que estuvo a punto de hundir la barca. Es decir, llenaban el espacioso convertible de muchachas en flor, a veces media docena de muchachas en flor, las paseaban por la ciudad, revelaban al cabo de un tiempo su verdadera identidad, se daban a conocer como estudiantes del Tec, intercambian números de teléfonos, hablaban, reían, iban a veces a la farmacia a tomar helados y cervezas y a veces iban a bailar.

La pesca no había sido buena ese día y a eso de las ocho y media el príncipe y su chofer estaban haciendo fila en la boletería del cine teatro Florida y se juntaron con Willians y Bonilla. Era ese el lugar en que se presentaban los espectáculos que la Sociedad Artística Tecnológico ponía a disposición de sus estudiantes y personal docente. Esa noche estaba programada una función con un reducido núcleo del Ballet Bolshoi que dejó al público impresionado.

Después del maravilloso espectáculo, los del convertible y otros estudiantes se dirigieron a La Tranca. El popular cabaré -donde asistirían a otro tipo de espectáculo más o menos educativo- estaba en un segundo piso. Subieron por una angosta escalera, la única entrada y salida del local, y ocuparon varias mesas en una amplísima terraza al aire libre donde ya no cabía ni lugar a dudas.
Estaba repleta de estudiantes vociferantes en su mayoría, y el conjunto de Mike Laure tocaba una cumbia y lo que pasa es que la banda está borracha. De El lago de los cisnes en el Florida pasamos a lo que pasa es que la banda está borracha, está borracha, y a muchos parecía despertarles mayor entusiasmo que el dichoso lago de Chaikovski.

Después, en otra popular melodía, sucedió que cuando yo venía viajando, viajaba con mi morena y al llegar a la carretera se fue y me dejó llorando…Mi negra se fue llorando y a mí esa cosa me duele, se la llevó un maldito carro aquel 039… 039, 039, 039 se la llevó.

Cuando terminó la música ocurrió algo que nadie se esperaba, ocurrió lo peor de lo peor. Un cuate mal encarado se acercó a una mesa donde una bailarina hablaba con un bailarín y le pegó dos tiros.

El lío que allí se armó no es algo que pueda describirse cabalmente. Fue algo comparado a una estampida, algunos no se movieron de sus mesas, pero la mayoría de la gente gritó, saltó literalmente de sus sillas, y se dirigió en tropel hacia la angosta escalera, un callejón sin salida o con muy poca salida, donde muchos hubieran podido morir apachurrados.

En eso volvió a escucharse música, un furioso tambor que acompañaba la entrada en el escenario de seis jugosas bailarinas disfrazadas de esqueletos o calaveras que se acercaron al baleado difunto, lo cargaron en vilo y empezaron a bailar una especie de danza macabra.

A la atemorizada clientela le tomó un rato darse cuenta de que se trataba de un show de mal gusto y empezó a calmarse, pero mucha gente estaba irritada y magullada y manifestaba su descontento en voz alta con palabras generalmente alusivas a la chingada madre de los pinches organizadores de la chingada ocurrencia. Además, en el lugar casi no había vasos ni botellas que no estuvieran rotos, ni mesas ni sillas que no estuvieron patas arriba y la mayoría abandonó el lugar aprovechando el desorden para no pagar la cuenta.

Yo no estaba ahí. Esto me lo contó al otro día mi primo, el llamado Güero Culero.

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