En la esquina Pernambuco con Avenida Tecnológico: allí estaba la parada de taxis y allí estaba casi siempre Covarrubias.

A veces también estaba casi siempre aquel gordo barrigón al que nunca le daba frío y aquel flaco que de tan flaco se parecía a Agustín Lara (“demasiado flaco para estar vivo y demasiado gordo para estar muerto”).

Al gordo barrigón lo vimos una vez, con la camisa abierta y sin abrigo, cambiando una goma pinchada, sudando como quien dice a mares en pleno invierno: una madrugada de invierno, aquellos inviernos locos de Monterrey, con la temperatura a cuatro o cinco grados. Los inviernos de aquel Monterrey con su clima de zona desértica como un fuego cruzado, con calores insufribles en verano, frío y lluvioso en invierno, un invierno inconstante donde la temperatura subía y bajaba como una especie de tobogán. El mismo Monterrey que inspiró los enconados versos que todos conocíamos de memoria:

Adiós Monterrey querido, / de tus vergeles me alejo, / si vine fue por jodido / y si vuelvo es por pendejo.

Era el Monterrey que muchos aborrecían cordialmente, el mismo al que otros amaban con desprecio y algunos incondicionalmente. El Monterrey de los años verdes de nuestras vidas, los años largos, aquellos años en que esas vidas eran proyecto y entre proyecto y proyecto pasaba una eternidad. El Monterrey de los años sesenta donde fuimos estudiantes del Tecnológico. Allí donde fuimos casi siempre felices, aunque muchos, como de costumbre, se sentían tan miserables que no lo supieran o se dieran cuentan.
Aparte de taxista, Covarrubias era filósofo y nuestro guía espiritual, nuestro Virgilio en el más o menos infierno de la ciudad chingada. Casi “un duque, un señor y un maestro” como le dijo Dante a Virgilio en la diabólica comedia.

-La ignorancia es la madre de todos los desmadres -solía decir.
Pero lo de guía espiritual y lo de infierno es eufemismo, puro cuento. Covarrubias nos guiaba espiritualmente por el infierno metafórico de la dolce vita de Monterrey. La pecaminosa dolce vita regiomontana.

Covarrubias era un medio y era un fin, era el premio que nos dábamos algunas veces después de los exámenes, después del deber cumplido y si había disponibilidad en términos metálicos. Él conocía todos los secretos de la noche, los lugares donde se encontraba “el mejor material”, todos los antros de diversión y perdición. Solamente nos llevaba, eso sí, a los más discretos y decentes, no a sitios de mala muerte. Algunos eran lupanares o congales como dicen los mexicanos, y otros más bien cabarés, centros nocturnos donde presentaban espectáculos. A casi todos asistían chamacas y chamaconas que bailaban por un peso cuando el peso mexicano se cotizaba a 12.50 por dólar. Algunas compartían en ocasiones con los clientes en la mesa, pedían bebidas caras, por las que recibían comisión, y los mozos se las traían aguadas para que pudieran trasegar el mayor número sin peligro de emborracharse.

En esos sitios se encontraba desde luego un poco de todo y eran propicios para amigar y ligar, saciar eventualmente nuestra acuciante sed de conocimiento carnal. La infinita lujuria estudiantil.

Ocasionalmente la estadía se convertía en tertulia cuando a alguno se le cruzaban los cables y comenzaba a hablar de cine o literatura. En esos casos, el tema de conversación pasaba de “La montaña mágica” de Thomas Mann, por ejemplo, al monte olímpico de Venus.

Una noche, en uno de esos locales de dolce vita sobrepasamos sin darnos cuenta nuestro magro presupuesto y a la hora de pagar la cosa se puso fea, refea, como se dice en México. Aparecieron, como por arte de magia, unos cuates tenebrosos “del dominio de Goya”, como dijera Roque Dalton.

Los tenebrosos estaban al parecer dispuestos a quitarnos hasta la ropa para cobrarse lo adeudado, parte de lo adeudado. Se apoderaron de los relojes, desde luego, y el dinero que llevábamos, pero la deuda seguía en pie, faltaba lana, mucha lana. A ver cómo le hacemos, hijos de la chingada.

Habíamos incurrido, de hecho, en un gasto extraordinario de unos veinte o treinta dólares. Casi como quien dice una fortuna, casi la tercera parte de lo que recibíamos mensualmente.

Después de mucho argumentar en busca de una solución que no implicara derramamiento de sangre o de tequila, los tenebrosos sugirieron que uno de nosotros fuera a buscar la plata mientras los demás quedábamos como prenda en condición de rehenes. Argumentamos entonces, en sentido viceversa, que para lograr ese cometido era necesario que la mayoría fuera por el dinero mientras solo uno se quedaba en garantía.

En principio se produjo mucho alboroto y oposición porque la persona que designamos por mayoría de votos -y contra su muy expresa voluntad- no valía según los acreedores lo bastante, era un chaparro, no alcanzaba, dijeron, ni para propina.

Pero en fin, a fuerza de la más sutil dialéctica y finos razonamientos, y después de haber entregado los documentos de identidad y los que nos acreditaban como alumnos del Tecnológico, accedieron a dejarnos ir en busca del dinero que ninguno sabía dónde encontrar a esas horas. Para peor, nos dieron un plazo miserable de tiempo para volver al lugar so pena de denunciarnos ante las autoridades y tomar represalias contra el rehén. Era algo que de seguro podía costarnos la expulsión de la institución en que estudiábamos. Una que no permitía inconductas a sus estudiantes y mucho menos a extranjeros de una isla desconocida del Caribe.

Salimos del lugar en horas de la madrugada y con las almas en zozobra, temiendo lo peor. No encontrar quien nos prestara el dinero, ser denunciados a las autoridades… Todo eso sin contar que tampoco teníamos dinero para el taxi y no había servicio de autobuses.

Fue en ese momento cuando uno de nosotros tuvo la idea más brillante de su vida. Llamar a Covarrubias desde el local de dolce vita, llamar al bendito Covarrubias a la parada de taxis del Tecnológico, por si acaso aún estaba de servicio. Implorar un milagro.

El teléfono sonaba durante una eternidad y nadie respondía y luego se cortaba la comunicación, crecía nuestra desesperación. Llamamos una vez y otra vez hasta que al fin se escuchó la voz del flaco que se parecía a Agustin Lara y Covarrubias se había marchado. Creo que se marchó hace media hora, no lo veo. ¿De dónde me hablan? El flaco que se parecía a Agustín Lara era un tipo antipático con el cual no teníamos la relación que teníamos con Covarrubias y nunca nos hubiéramos atrevido a pedirle lo que le pediríamos a Covarrubias ni él hubiera accedido.

El mundo se nos cayó encima en el momento en que el flaco antipático que se parecía a Agustín Lara colgó el auricular y emprendimos una marcha fúnebre en dirección a quien sabe dónde.

Casi al instante escuchamos que el teléfono de la dolce vita timbraba alegremente. Aló, sí, para servirle, Covarrubias, sí, ese mismo, mande usted.

Nuestro guía espiritual, nuestro ángel de la guarda, el bendito Covarrrubias, finalmente apareció al otro lado del teléfono. Media hora después se hizo presente en el lugar en donde estábamos como quien dice prisioneros, nos sirvió de garante o fiador, pagó la cuenta o algo parecido, nos resolvió el problema. Nos brindó unas cervezas para el desayuno. Nos trajo luego derechito a casa.
Durante el viaje de regreso, los versos de Dante a Virgilio retumbaban en alguna cabeza. No teníamos con qué pagarle. Nunca tendríamos con qué pagarle.

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