Usted debe tomar ciertas precauciones antes de observar estas figuras saturadas, estos extrañamientos coloreados, como frases orgánicas que se rehacen en cadencias libres y viajan en la superficie del destello, en el espacio y la percepción del fuego primordial. Miramiento y cautela requerirá también frente al universo limpio y vertiginoso, ante el estallido poético y la toponimia incierta de unos paisajes descubiertos por el trémulo vaivén de unos ojos.

Será precisa, digamos, alguna dosis de prudencia para asomarse con tajante convicción a la sonoridad de estos símbolos, a la fragante transparencia, al suave arregosto de sus pigmentos. Le hará falta, de verdad, aproximarse a esa zona contigua entre claridad y sueño, entre realidad y sombra, y luego rasgar con su mirada el equilibrio de aquellos soles detenidos. Todo esto se lo recomiendo si acaso usted decidió sumergirse en esas placas de perpleja ecología que la pintora dominicana Ada Balcácer ha denominado Esculturas Vegetales.

En este experimento pictórico, Ada procura alcanzar volumetrías mediante los alardes de la luz, a través de la excitación de su paleta que persigue “la valorización contrastada del blanco y del negro”. Ella expone que “en la realidad de luz y trópico toda exaltación de luz y color debe crear los efectos de tridimensionalidad de la luz como valor máximo de expresión visual”.

Pero el resultado viaja mucho más allá de lo propuesto y estas imágenes superan significativamente su designio explícito: la materia escultórica. El ejercicio teórico, en este caso, es rebasado por los límites del ensueño. La formulación racional queda corta respecto al influjo penetrante de esta atmósfera. Antes que lograr un equivalente plástico de altos y bajos relieves, Ada ratifica que el dibujo y el color no son distintos en absoluto y que, como señaló Cezanne, “a medida que vamos pintando, dibujamos” y “que cuanto más se armoniza el color, más se precisa el dibujo”.

Con todo, las Esculturas Vegetales admiten lecturas diversas. Habrá una conjunción de signos secretos, de personajes, de saberes, de doctrina y de arte encerrada en estos cuadros. Apariencias que se ocultan en la anchura matizada, figuras que adelgazan en la transgresión del claro/oscuro, rituales de diatriba extrapolados en el recinto tembloroso, efímeros contactos con la certeza y el dolor, consagración del color en sus contrastes simultáneos: en la danza silenciosa de sus cadencias virginales.
La coloración, en esta fase de Ada, alcanza toda su riqueza y la forma accede a la plenitud. Hemos visto una pintura intelectual, una propuesta elaborada, decisivamente simbólica, en la que el trópico deviene en un sintético catálogo de colores, en una epifanía, en un firmamento indemne, en un cosmos de soflamas intocadas.

Miguel Ángel Asturias, en las Leyendas de Guatemala, habría insinuado: “Los trópicos son el sexo del planeta”. Pero en los cuadros de Ada desaparece esta noción del trópico húmedo, lúbrico, totalizante, invasivo, envolvente, barroco. La tropicalidad aquí es un concepto apenas luminoso, cromático, escueto, carente de morbidez. En Ada tampoco aparece el “horror vacui”: el pánico frente al espacio vacío. Ella, sin pavor, lanza sus figuras señeras sobre una superficie plana y taciturna, encima de una roja y densa meseta que no cae. Es una crítica, en última instancia, a lo tópico del trópico: a la apabullante vegetación y al barro encarnado, al diluvio primordial e inexplicable.

Se podrían individualizar algunas de las fuentes de Ada Balcácer: acaso Matta, acaso Chagall, acaso Delaunay, acaso Oviedo. Dentro de estos lienzos he descubierto la efigie de Ada-Víctima de la Moda, de Ada en la Pasarela Tropical, de Ada en El Verde Arrodillado, de Ada-Serpiente en la Revisión del Paraíso. La he mirado asimismo en el trayecto, en aquel entramado geométrico de curvas y alientos, de líneas y vértigos. “Quien ha de pintar una figura, si no puede convertirse en ella, no puede dibujarla”, dijo Dante en la Canzoniere. Usted, así, habrá de verla caminar en lo profundo de estas Esculturas: Ada/hada que vuela, que huye, que viene hacia nosotros; Ada/Dafne transformada en laurel, como fugada del insomnio de su propia paleta.

Y entonces comprobará que el ejercicio pictórico de Ada Balcácer —como la religión, como el amor— constituye un trance de credulidad: un verdadero e irrenunciable acto de fe. (Comentarios acerca de la exposición pictórica “Esculturas Vegetales”).

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