La República Dominicana enfrenta una doble paradoja en lo que tiene que ver con el comercio internacional, la producción y la protección.

Por un lado, dejar incólume el DR-CAFTA, garantizaría, por lo menos en lo inmediato, mantener el acceso al mercado de Estados Unidos de las manufacturas, en especial de las procesadas en las zonas francas, aunque también de otras de la industria local y la agropecuaria. El problema es que, si no hacemos nada más que sentarnos a esperar, que, exagerando un poco, es lo que ha pasado a lo largo de los últimos 12 años, podríamos terminar sacrificando una parte importante de la agropecuaria. Esa es la actividad económica principal en las zonas rurales, donde la pobreza es más extendida y profunda.

Por otro lado, tratar de atajar lo que se le viene encima al agro modificando el DR-CAFTA podría poner en riesgo el acceso al mercado de algunas manufacturas u obligar a cumplir con el acuerdo de una forma más cercana a lo que quiere Estados Unidos. Eso último implicaría sacrificios para algunas manufacturas nacionales, en especial varillas, y productos agropecuarios todavía protegidos, en los cuales, al decir de Estados Unidos, el país está haciendo trucos para proteger más de lo que debe.

En otras palabras, como quiera es malo. Bajo el curso actual, los riesgos más significativos lo tienen el arroz, las habichuelas y los lácteos, vinculados a la ganadería de leche. También muslos de pollos y cortes de cerdo. Además de ser los principales productos que todavía mantienen ciertos niveles de protección, las diferencias de productividad y/o de precios respecto a Estados Unidos son muy altas.

Un estudio reciente del BID encontró que las tasas de protección para pollo, leche y arroz ya han disminuido de forma significativa bajo el DR-CAFTA, pero todavía son altas. Han bajado desde niveles superiores a 150% hasta cerca de 60%, y parece ser que eso es lo único que está previniendo un ataque directo que amenace la sobrevivencia misma de muchas unidades productivas.

Pequeñez y baja productividad

El problema productivo y competitivo de la agricultura en general es muy serio. El precenso agropecuario de 2015 encontró que, en ese año, el país contaba con 365 mil unidades productivas. 250 mil eran agrícolas y 115 mil eran pecuarias. Del total de explotaciones agrícolas, 71 mil (28%) cultivaban cereales, principalmente arroz, y 19 mil (cerca de 8%) cultivaban habichuelas y otros granos. Del total de explotaciones pecuarias, casi la mitad eran de ganadería.

La cuestión es que la mayoría de esas explotaciones son unidades pequeñas y descapitalizadas, incapaces de invertir para crecer y para incrementar la productividad y poder sobrevivir en un escenario de competencia más abierta. Para que se tenga una idea, del total de fincas agrícolas, el 71%, casi 180 mil explotaciones, tenía 70 tareas o menos, el 57% (143 mil) tenía 40 tareas o menos y el 36% (90 mil) tenía 20 tareas o menos. Sólo 15 mil explotaciones, algo más de 6%, tenía 200 tareas o más. En contraste, en Estados Unidos el tamaño de finca promedio es de más de 2,800 tareas.

En el caso de las explotaciones pecuarias, también predominan las unidades pequeñas, aunque no tanto como en las agrícolas.
Otro dato revelador: en el país, sólo el 22% de las explotaciones está constituida como empresa u otro tipo de entidad jurídica. Esto es reflejo de la pequeñez, la informalidad y la precariedad en la que, en general, opera la agropecuaria dominicana.

Aunque no tiene por qué ser así, en la República Dominicana y en muchas otras economías de ingresos medios y bajos, la pequeñez de las explotaciones agropecuarias está asociada a la baja productividad y a relativamente altos costos por unidad de producción. El hecho de que muchos de los costos, como el de la fuerza de trabajo o el de la propia tierra, sean menores que en los países de mayor ingreso, no compensa el efecto de los bajos rendimientos. Esto demuestra una vez más que no son los bajos costos los que garantizan competitividad sino más bien la productividad y el aprendizaje tecnológico.

Precios comparados

Una mirada comparada rápida a los precios al productor para productos seleccionados en Estados Unidos y la República Dominicana revela las diferencias y el tamaño de la amenaza, porque muestra los precios a los que podrían ser importados esos productos cuando no haya protección.

En 2017 el precio promedio pagado al productor de arroz fue dos veces y media más alto que el precio promedio que se paga actualmente en Estados Unidos. En el caso de las habichuelas, el precio pagado en el país fue 2.3 veces más alto que el pagado en ese país. También la leche líquida se paga a mayor precio en el país que en Estados Unidos y la Unión Europea, por lo menos en este momento, aunque la diferencia no es tan grande como en los otros dos productos. Lo mismo acontece para pollo y cerdos.

Y a pesar de eso, en todos esos casos, los productores nuestros son mucho más pobres que los estadounidenses porque el rendimiento de sus unidades es mucho más bajo.

La pequeñez y la precariedad limitan la capacidad de las pequeñas unidades agrícolas de acceder a recursos críticos para producir, invertir y transformarse tecnológicamente. Los créditos son limitados por falta de garantías e inseguridad en la tenencia. Eso restringe la posibilidad de crecer adquiriendo más tierra o de hacerse más productivas invirtiendo en equipos y tecnologías.
También muchas explotaciones tienen restricciones en el acceso al agua, ya sea por una insuficiente inversión pública en sistemas tradicionales o por incapacidad para invertir en sistemas individuales más modernos y racionales en el manejo del agua. Al mismo tiempo, su pequeñez y dispersión, y el costo de almacenar y la falta de infraestructura adecuada de almacenamiento restringe la posibilidad de obtener mejores precios, lo cual contribuye a perpetuar la precariedad.

El gasto público y la política pública no han ayudado
Encima de todo lo anterior, las políticas públicas han hecho poco por cambiar esta situación, no sólo porque se ha estado gastando cada vez menos en agricultura sino también porque el apoyo se ha concentrado en proteger garantizando precios y no en contribuir a transformar y modernizar la actividad.

A lo largo de los últimos 27 años, el gasto público en agricultura ha colapsado. Mientras en 1990, fue equivalente a casi el 7% del gasto público total, en 2017 fue de menos de 2%.

Se puede argumentar que en la medida en que la economía se ha diversificado y otros sectores han emergido y han crecido, el gasto público debe también hacerlo. Por ello, se puede decir, no es razonable esperar que la agricultura mantenga la misma prioridad de antes en el presupuesto público.

Desafortunadamente, lo que ha pasado es que la caída del gasto en agricultura ha sido mucho más acelerada que la reducción del peso del sector en la economía. Esto lo mide el Índice de Orientación Agrícola (IOA) que es el cociente que resulta de dividir el gasto público en agricultura como porcentaje del gasto público total entre el PIB agrícola como porcentaje del PIB total. El hecho de que el índice decline significa que el comportamiento del gasto público, en términos de su monto, contribuye al declive de la agricultura.

Además de haberse reducido el gasto, la mayor parte del esfuerzo se ha dirigido a garantizar precios e ingresos mínimos a los productores y no a proveer servicios que contribuyan a incrementar los rendimientos y a apoyar el aprendizaje para incrementar la calidad y la productividad. El estudio del BID citado arriba encontró que entre 2013 y 2015, el 84% del apoyo a la agricultura se concentró en sostener los precios, en especial vía protección, mientras que sólo el 11% se dirigió a apoyar acciones transformadoras como la investigación, sanidad agropecuaria y la infraestructura. Sin embargo, el estudio encontró signos esperanzadores porque advirtió cambios modestos pero positivos, no sólo en el país sino en Centroamérica también.

Replantear la política agropecuaria

Frente a la situación descrita, es obvio que hay que replantear completamente la política agropecuaria. Prolongar la protección ayudaría a ganar tiempo, ese que no aprovechamos antes, pero no resuelve el problema de fondo que es la baja productividad que, en algunos casos es simplemente imposible de superar. El estudio del BID encontró que, para compensar las pérdidas de los productores debido a la apertura, la productividad en el arroz tendría que crecer en 8% por año, en pollo en 9% y en leche en 8%.

De allí que las respuestas de largo plazo que deben darse son de un incremento significativo de la inversión pública en la agropecuaria para acelerar mejoras en los rendimientos o para reconvertir a muchos productores, lo que significa ayudarles a migrar hacia la producción de otros rubros.

Con o sin prolongación de la protección, no se le puede seguir dando más vueltas a este asunto.

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