A la memoria de Enriquillo Sánchez, Manuel Sánchez Acosta y Rafael Kalaf: tres amigos.

La noche es tiempo vertical, erguido, firme en la nostalgia. Decurso intransferible, anudado a sí mismo. Contrapunto de la vida y la agonía. La noche es Europa secuestrada por Zeus. La noche es el desnudo incendio de la memoria.

1964

La calle El Conde se queda sin pisadas ni rumores después del aguacero. Sucesivas y limpias, las vidrieras traslucen el asfalto con un algo de noche preterida. Llovió fieramente antes de bajarme del carro. Ahora, desde la acera, noto la mujer que está parada en la esquina. Su cabellera es una urgencia de sombra, un arrebato de agua oscura, incierta.

La puerta del Baitoa está rodeada de faroles rojos. Cuando entro al sitio, en la penumbra distingo a un gozoso y serpenteante negro que toca el piano en el fondo del salón (Enriquillo Sánchez). El lugar es estrecho y apenas caben unas ocho o diez mesas. De repente, la colmena de feligreses amontonados en la barra y en los rincones estalla en coros jubilosos y mordaces, en sátiras festivas y burlonas. Sucede que el pianista ha iniciado su guaracha “El guardia con el tolete”, y la concurrencia se transforma súbitamente en un danzante aquelarre tabernario: estruendoso, erudito de blasfemias, protestativo contra el orden político usurpado. Uno entona la canción, otro acompaña con las maracas, el otro golpea rítmicamente el plato con la cuchara, el de más allá aplaude entre el jolgorio incesante. Por un momento, aquello me parece un universo trepidante y sacrílego, intemporal e irrespirablemente humano. Luego, al finalizar los acentos de “El guardia…” y al emprender el pianista su íntima “Casita de campo”, la atmósfera cambia. Todos, ahora, han de estar como regidos por una piadosa y desusada anarquía.

Apenas distingo la silueta, de pie, al fondo de la barra. En sus manos se balancea una copa de fulgor rojizo y evasivo. La cabellera es una sombra que solo me permite imaginar el cigarrillo colgando de sus labios.

Tiemblo levemente al pensar en la mujer de la esquina.

1970

Esas noches que inventaste, y que tuyas y de ellas fueron a la orilla del mar, ¿dónde están? ¿Adónde vagan ellas y tú y aquellos rumores? Ven, después que una de esas madrugadas te escaparas con Maribel al soñado paraíso de tus luases y tus bocós con pañuelos coloraos. Tú, que aprendiste a decir amor a primera vista con la cerrada garganta de unos tumbaos dolorosos, de unos desconcertantes pedales intransitivos. ¿Por qué te has ido del alto árbol de canciones con zumbadores y tamboras, de síncopas más endiabladas que el ají caribe y más ardientes que tus zapatos de fuego naif, y más leves que los campos de pluma de la muerte en esta noche que no cesa? Vuelve, Manuel, amigo. Regresa…

Se escuchan las olas desde la terraza y también, aunque más tenuemente, en el interior de la gran sala del bar con el piano que gira en la plataforma desde donde Danny y Fausto suavemente rajan y dividen la noche en pedazos dulces y blandos, en gajos transparentes y livianos que no son sino vocablos de garotas y de gracias, de olas y confines, de insensatas quimeras quinceañeras que Tom y Vinicius apresan con las manos del sueño. Y ahora llegas tú, Manuel, también con tu enjambre de muchachas y de trinos, de Charitines y Rhinas y Cecilias que te devuelven al delirio cardinal de aquellos días en que hubo una Rosario que nunca te abandonó del todo, que jamás estuvo distante cuando tú gritabas: Ven, no te alejes…

El bar del Napolitano está lleno. Manuel sentado en el piano. Cantarán, ahora, esas prodigiosas Galateas que él modeló sílaba a sílaba, pétalo a pétalo. Uno por uno, desfilan aquellos cantos adolescentes que el viejo músico trae de la mano. Allí, a modo de testigos, están René (del Risco), Nandy (Rivas), Arnulfo (Soto) y Andresito (Avelino), envueltos en la noche inconsútil, demorada de júbilo y penumbras.

Pienso que fue Manuel, ese furtivo nigromante… tú, Manuel Sánchez Acosta, quien nos enseñó que aquellas oscuridades, que aquellas noches vacías y con tiznes de madrugada tenían otra razón y otro destino; quizá un inédito albedrío de abismos y pleamares y bordones. Que la luz desolada de la vigilia fugazmente nos aproximaba a la muerte (debiste decirlo) y que la noche no era sino un devolvernos a una cierta eternidad de furtivos paraísos: acaso a la terrible infinitud del cielo ávido y desnudo del deseo.

1980

Habrá que bajar por aquella escalera hasta llegar al sótano. Antes de abrir la puerta ya se escuchan los acordes de Rafael (Kalaf) cuando toca Days of Wine and Roses, la vieja canción de Henry Mancini con letras de Johnny Mercer. (Al entrar, compruebas que Don Frank [Hatton] siempre llega temprano al lugar y que nadie ocupa su sitio en la barra). A Rafael, como a muy pocos intérpretes, le suena el piano con ensambladuras de silencios y de mieles, con sabias modulaciones de ternura y de pasión.

El lugar se llena desde las nueve. Rafael es un anfitrión solícito, generoso, sereno. Después de él, cantan y tocan Ascanio y Enriquito, y luego se otorga licencia para teclear y entonar, asimismo, a los parroquianos. Son recuerdos quietos y acendrados de unas horas extraviadas en la nostalgia. Alfredo (Manzano), Milton (Messina) y la Piky (Lora) eran parte de aquel paisaje en que la noche nos abandonaba, todavía distraídos prisioneros de una magia incesante e irrepetible.

El piano bar de Kalaf constituyó la nota más alta y pura de la noche de Santo Domingo en aquel momento. Rafael tocó y vivió mucho tiempo fuera de su tierra. Regresó con el sueño infinito de quedarse. Aquel deseo, sin embargo, no fue cumplido. Algunos años más tarde, deslucido, insatisfecho y triste, hubo de regresar a su exilio involuntario. Pero su presencia amable y sabia, discreta y prudente, matizó de buen gusto y elegancia las urgentes noches de esos años.

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Fragmentos del libro Santo Domingo. Visiones de la ciudad (Ministerio de Cultura de la República Dominicana, 2010).

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