Anclado en el recuerdo de la remota infancia está el cine Leonor. Calle Arzobispo Noel de la zona intramuros, entre la 19 de Marzo y José Reyes. Era un cine moderno que vi construir e inaugurar (1956) y después fallecer. Un cine con una pretenciosa fachada en el más puro estilo burdoclásico, con arcada o arquería en el segundo nivel, un cine de primera -eso sí- con balcón y platea, con aire acondicionado, un amplio hall de entrada o taquilla, pasillo para fumadores, asientos retractiles, un cine inmenso que acogía multitudes (o al menos así me parecía).

Era un cine tan grande que alguna vez lo dividieron en cuatro (cuatro salitas claustrofóbicas donde nunca me sentí a gusto) y lo rebautizaron, le cambiaron el nombre. Por breve tiempo se llamaría Colonial antes de convertirse en almacén o parqueo, en adefesio urbano, como casi toda la zona.

Las ciudades -dije una vez en un artículo dedicado a la memoria de Humberto Frías- mueren como la gente, se caen a pedazos, antes de ser difuntas.

La muerte -dije y repito ahora- llegó a los cines de la ciudad intramuros, que era como decir todos los cines, los principales cines de Santo Domingo, aparte del presuntuoso Elite de la Pasteur, en el opulento barrio de Gazcue. Así murió primero el glamoroso Olimpia de la Palo Hincado, murió el Rialto de tres pisos, con dos pisos para ver películas y uno para motel. Al cine militar de la calle Las Damas (del que pocos tienen noticias, igual que el baño de María de Toledo frente a la planta de “Timbeque”) lo remodelaron y convirtieron en Auditorio del Arzobispado. Al Santomé de la calle El Conde lo ultimaron a golpes de mandarria. Al más viejo de todos, El Capitolio, justo frente a la Catedral primada, lo embalsamaron arquitectónicamente, conservando la fachada y lo convirtieron en tienda para turistas en espera de tiempos mejores. El Leonor glorioso -dije y repito- murió y reencarnó en el Colonial, se hizo de nuevo difunto y permanece difunto: depósito de almas muertas. Un garaje igual que el Rialto.

En ese difunto cine Leonor y otros, allá por los años cincuenta del pasado siglo, los domingos en la mañana a las 10:30 se asistía religiosamente, pocas horas después de la misa, a la llamada “tanda vermú”, a las 3:15 tenía lugar el “matiné”, luego un par de tandas regulares a las 5:30 y 8:30 de la noche.

En cuanto a la palabra “matiné”, dicen los diccionarios que significa “Fiesta, reunión, espectáculo que tiene lugar en las primeras horas de la tarde”, “Sesión de un espectáculo que tiene lugar por la mañana o a primera hora de la tarde”. Confieso, sin embargo- que el significado de “tanda vermú” nunca he podido descifrarlo y mucho me temo que pueda ser un dominicanismo de incierto origen, como la palabra “calié” (espía o delator), de la cual creo no se sabe a ciencia cierta el origen. Sin embargo, en otros países de América Latina también se habla de tanda o función vermú, aunque con significados y horarios diferentes.

En un foro sobre el tema, alguien que se identifica como Jorgema y otro como Polizón opinan lo siguiente:

“La función de vermú, vermut o vermuth (que de las tres formas recuerdo haberlo visto escrito), ya no existe en el Perú, o por lo menos en Lima, desde que se abrieron los multicines con funciones continuadas (por lo tanto, tampoco hay ‘matinés’ ni ‘noches’).

“Jorgema dijo:

“Es cierto lo que señalas, Jorgema, pero existieron. Matiné era a eso de las tres de la tarde y vermú era a eso de las cinco o seis o hasta siete. Noche era siempre a partir de las ocho o nueve (de la noche, se entiende).

“En funciones de teatro creo que se siguen usando estos términos. No estoy seguro.

“Hoy es más usual hablar de matiné cuando se trata de una fiesta infantil con títeres, payasos o animadores. Y puede ser a cualquier hora apta para niños.

“Saludos.

“Polizón, 22 de junio de 2011”.

Ahora bien, cualquiera que sea el origen y significado de lo que aquí llamábamos tanda vermú, lo cierto es que tenía lugar los domingos a las 10:30 AM y que muchos sufríamos fuertes dolores de cabeza al salir de la atmósfera refrigerada del Leonor al candente sol del mediodía.

Algunos de mis mejores recuerdos se relacionan con tres películas inolvidables, no tanto por las películas en sí, sino por sucesos que tuvieron lugar durante la función. Eran películas de las que proyectaban en las tandas de la tarde y de la noche, películas para adultos, no aptas para menores, rigurosamente prohibidas para menores en muchos casos. Había que tener cédula para entrar al cine, dieciséis años cumplidos. Había que haber sufrido como yo sufrí años tras años durante aquella larga, interminable adolescencia, hasta alcanzar la codiciada meta, cumplir dieciséis años, sacar cédula, que era obligatorio, ir al cine en la noche a ver por fin una película prohibida para menores, con multitud de mujeres encueradas en mis mejores sueños. Una película indecente, inmoral, o por lo menos lo que se consideraba indecente o inmoral en aquella época prehistórica, comenzando por la minifalda, el rock and roll o el bikini en la playa.

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