Un diputado por San Cristóbal, al parecer sin más cosas que hacer, propuso en septiembre del 2010 la creación de un museo sobre la llamada Era de Trujillo, el sangriento período en que nos gobernó con mano férrea desde 1930 a mayo de 1961. Según la propuesta, como en cualquiera otra fase de la vida nacional, hubo con Trujillo luces y sombras y ello, a su juicio, amerita que se le honre con un museo en su ciudad natal, la misma del diputado, oportunidad que se aprovecharía para traer sus restos sepultados en España.

Si bien es obvio que la idea lleva el propósito de promover el culto al tirano y con ello sus métodos de gobierno, confieso que me agrada la iniciativa, lamentando que no haya sido acogida todavía. Y estaría dispuesto a apoyar y promover la moción por diversas razones. Un museo sobre Trujillo permitiría mostrar a las nuevas generaciones que no vivieron esa época nefasta, las crueldades y la corrupción predominantes entonces. Daría la oportunidad de enjuiciar sus crímenes, condenar a los responsables de los mismos y censurar moralmente a aquellos que con su talento y sumisión hicieron posible esa enorme tragedia nacional.

Permitiría revivir además las investigaciones sobre la suerte de muchos desaparecidos y encontrar las fosas donde otros fueron sepultados tras fallecer por efecto de las torturas más terribles. Y mostrar en sus paredes con nombres y apellidos la interminable lista de asesinatos y horrores cometidos durante ese período. Obligaría, además, a rectificar el penoso atropello que a lo largo de los años, después de su muerte, se ha cometido contra la nación al designar calles, inmuebles y plazas con nombres de gente cuyo único mérito, en el fondo, fue haberle servido sumisamente al tirano. Permitiría el sueño de recordarle al país que existieron cárceles de torturas como La 40 y El 9, para que no lo olvide jamás.

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