Conocí de cerca a don Juan, a principios de los años 80, en la tertulia de Natacha Sánchez Guerrero. Aquel puñado de amigos se reunía, al costado de un espléndido rincón oriental (con lagos, flores de loto y callejuelas de piedra), para oír y luego conversar hasta la medianoche con él y Pedro Mir y Manuel Rueda. Cada jueves, un tema: la poesía del Siglo de Oro, o el teatro de Bertolt Brecht, o el Cante Jondo, o la pintura de Ada Balcácer. El verbo y la inmediatez de don Juan suscitaban, en aquel espacio sin tiempo verosímil, la afable presencia de un abuelo-niño inmaterial.

Mi hermana, hace algún tiempo, me envió un artículo rescatado por Arístides Incháustegui en uno de esos furtivos cartapacios dentro de los que solía bucear. Era un escrito de Bosch (publicado el 17 de noviembre de 1935, en la página literaria dominical del Listín Diario) acerca de Federico García Godoy, el eminente escritor y patriota nacido en Cuba, aunque ungido devotamente dominicano. En palabras emocionadas y tristes, don Juan revive aquí la memoria de “don Fico”, las conversaciones con su padre José Bosch, la tertulia en el parque de La Vega y, al final, la muerte del prócer.

Aquellas frases limpias, justas, no puedo negarlo, me devolvieron a la claridad del patio de Natacha, al rumor de esas noches en que Pedro Mir salpicaba con palabras azules el aire del silencio, y en las que don Juan era aún aquel infante con ganas de exclamar: “Oh, Papá Juan, Rey Gaspar de los abuelos…”.

Don Federico García Godoy
Por Juan Bosch

He aquí lo más remoto en mi recuerdo: aquel hombre alto, flaco y descolorido como los árboles secos, asomado a una ventana, con la diestra extendida bajo el sol, los ojos chorreando dolor, la voz cascada y escasa, todo él en vilo sobre la multitud silenciosa.
Mi padre me apretó contra sí, me elevó hasta su pecho y con la mayor suavidad me dijo:

–Ese es don Fico, el gran escritor.

Se había levantado de la cama, donde le consumía la fiebre y se le desgarraba la garganta, enfermo más que nada de rabia. Era don Federico García Godoy, el escritor señero, el novelista insigne, el ciudadano inmaculado, el padre magnífico. Estaba enfermo y la multitud que discurría enloquecida por las calles, tratando de aliviar el dolor de la Ocupación, había llegado, vociferante y loca, hasta su casa para pedirle que hablara. Férvido, casi ahogado por las lágrimas, don Federico García Godoy abandonó la cama y salió a dar el pan de su verbo a la multitud.

Allí estaba él, medio encorvado, el cuello cubierto por un grueso pañuelo. Su frente alta y pelada resplandecía llena de sublime indignación. La carne escasa se le pegaba a los pómulos y a la mano, aquella mano que mecía en movimientos relampagueantes. Yo le miraba con unción, soliviando por un inexpresable sentimiento de admiración y afecto. Aquel hombre era lo que quería ser: un gran escritor.

Sucedían cosas amargas, porque a don Fico le afluían los sollozos a los labios. Hablaba de la Patria, de la bandera, y aunque yo no lo comprendía, aunque nada entendía, sabía que un dolor pesado, angustioso y cruel le comía la vida al gran escritor. La multitud batía palmas, metida en un silencio impresionante. Yo sentía las lágrimas quemándome y rompí a llorar sin una queja, sin poder estallar en gritos, ahogándome. Esa fue la primera vez que me dolió la patria, y no me dolía sino porque su desgracia hacía llorar a don Fico, el hombre que era lo que yo quería ser.

A partir de aquel día le vi a menudo. Mi padre se honraba con su amistad, y como sabía que me producía inmenso placer, me llevaba a su casa o a su tertulia en el parque. Recuerdo la primera vez que me tuvo entre sus piernas, abrumado bajo su sonrisa paternal e inteligente. Me peinaba con las largas manos y aseguraba que yo heredaría su pluma. “Te la voy a entregar antes de morir para que la rejuvenezcas y conserves” –me decía–.
Padre le leía con justificado orgullo las tonterías que yo escribía niño aún. Él escuchaba con discreta actitud. Yo admiraba su frente alta, tan blanca, tan pulida, tan llena de luz. Me sugestionaba oírle discutir con papá. Generalmente vestía con extremada sencillez, a veces sin corbata, siempre tocado con gorra. Así iba al parque, de americana blanca y pantalón gris, admirado y respetado y querido. Tenía escasos contertulios; discutía con infantil entusiasmo, aunque con caballerosa circunspección. Corrían los tiempos locos de la guerra. Padre sentía en la carne la tragedia rusa y la gritaba como si fuera suya; don Fico detestaba de aquel sentimiento y acusaba a mi padre de anarquista. Se enredaban en largas discusiones y a veces les sorprendía la soledad de la plaza, tarde ya. Yo cabeceaba sueños en la esquina de un banco. Don Fico me acariciaba para despertarme y me recomendaba:
–No le hagas caso a tu padre, que está loco.

Un día me sorprendió la noticia de que don Fico había muerto. Le había visto la tarde anterior, en su cotidiano paseo por la acera de su casa, en pantuflas, las manos a la espalda, medio encorvado, con su inseparable gorra, de la que le salían mechones de gris cabello. Había muerto don Fico. De esquina en esquina, de casa en casa, la gente lamentaba la noticia. Todo vegano acudió a dar fe de su amor al gran escritor. En el último instante tenía un gesto poco acostumbrado en él, siempre optimista aunque silencioso: parecía amargado. Debió morir sin embargo feliz, que si le cercó la envidia, en cambio nunca fue calumniado y la calumnia es la única maldición que envenena a los hombres grandes.

Tras su cadáver se fue todo el dolor de un pueblo a cuya cultura dedicó lo mejor de su vida. Después le levantaron un busto de mármol. Lo irguieron en el parque, cerca del sitio donde él tertuliaba y desde donde veía a las altas estrellas veganas manchando el cielo empinado.

Le ofrendaron un busto; pero su mejor monumento está en la historia límpida de su vida, y en el rosario de grandes libros con que se regaló a la Patria.

(El panteón de Juan Bosch está situado frente a la sepultura de Federico García Godoy, en el Cementerio de La Vega).

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