Cada vez el tren

Apenas se anuncia la apertura de relaciones diplomáticas con China y ya reaparece entre nosotros la utopía ferroviaria (“sí, sí, no me discutas: estoy absolutamente seguro de que los chinos harán un tren hasta el Cibao”).

Apenas se anuncia la apertura de relaciones diplomáticas con China y ya reaparece entre nosotros la utopía ferroviaria (“sí, sí, no me discutas: estoy absolutamente seguro de que los chinos harán un tren hasta el Cibao”). Casi 80 años después de la clausura del ferrocarril de Sánchez a La Vega, aún sobrevive el ensueño. Digamos que se trata de una mezcla, a partes (no tan) iguales, de añoranza, ingenuidad y agallas. Poco importa. No cuesta nada soñar. ¿Pero hablar de viabilidad económica y financiera de una inversión, de costos operativos y tráfico de carga y pasajeros?: el tema es distinto. Quizá valga la pena ir un poco atrás.

Desde los días de la Revolución Industrial inglesa, el ferrocarril concretó una portentosa transformación en el movimiento de mercancías y viajeros. Al sustituir los carruajes tirados por caballos, las locomotoras y los rieles se constituyeron en “caminos permanentes” que, en tanto vencían los rigores del clima, decuplicaban la velocidad del desplazamiento. Sin eufemismos, puede asegurarse que el progreso de la humanidad durante el siglo XIX se debió en gran medida al auge de los ferrocarriles.

El campo de utilización de los trenes interurbanos (aquellos que enlazan diferentes poblaciones) suele ser hoy muy específico: distancias largas (normalmente superiores a 400 kilómetros), elevados volúmenes de carga (varias decenas de miles de toneladas por día) y mercancías en las que el tiempo de tránsito no deviene crítico. En condiciones distintas parecería difícil la justificación de un tren. ¿Por qué así? Esencialmente, el ferrocarril es un sistema inflexible, con horarios rígidos y terminales fijos para salida y llegada. La carga debe trasladarse desde el origen (un puerto, una industria, una finca) al terminal de salida. Luego habrá de recogerse en la instalación de llegada a fin de moverla hasta su destino. A estos dos transportes adicionales agréguese el tiempo y el costo de manipulación y almacenaje en ambos extremos. Estos costos añadidos (llamados “de fricción”) encarecen en 20-40% el transporte ferroviario.

En general, las elevadas inversiones del tren (en infraestructura, equipo rodante, materiales) coartan su empleo como medio generalizado para trasladar pasajeros y carga general (liviana, diversa) en trayectos cortos. Aún más si el tren ha de competir en un territorio densamente surcado por carreteras, con una pluralidad de opciones de transporte más baratas y flexibles.

Nadie insinúa, por supuesto, que el ferrocarril sea un medio de transporte en vías de extinción. Sólo apuntamos que su campo de utilidad es limitado. En nuestro país, por ejemplo, existió (y aún opera con gran eficiencia en instalaciones del sector privado) una red ferroviaria asociada a la industria azucarera. A través de ella se trasladaban anualmente millones de toneladas de caña, desde centros de acopio situados en las orillas de la vía férrea hasta los patios de carga de los centrales azucareros. Se trataba, en tal caso, de un transporte “puerta a puerta”, con volúmenes continuos y de gran magnitud. En esta situación, no se discute, las condiciones satisfacían sobradamente las acotaciones del sistema.

Otro caso de pertinencia lo representó el ferrocarril que enlazaba las poblaciones del Cibao con el puerto de Sánchez, durante los últimos años del siglo XIX y en las primeras décadas del XX. El tren de La Vega a Sánchez se erigió en hito de progreso, en una época en que no existían caminos en el territorio nacional. A partir de la intervención norteamericana de 1916 se inició un programa de construcción de carreteras que tornó rápidamente obsoletos los viejos vagones y las locomotoras. Los nuevos caminos favorecieron la aparición de camiones de carga y automóviles de pasajeros: más ágiles, mucho más económicos y operativamente más flexibles que el tren. Ya en el 1940 concluyó, por inútil, la concesión privada del ferrocarril de La Vega a Sánchez. Años después, sus carriles fueron desmantelados para formar parte de la red ferroviaria vinculada a la industria azucarera.

El tren propuesto en el último de los arrebatos ilusorios (tal vez 10 años atrás) enlazaría a Santiago con la capital dominicana. Se pensó en un sistema para movilizar, al mismo tiempo, pasajeros y carga.

Con un trayecto tan corto (cerca de 150 kilómetros), difícilmente el ferrocarril capte algo que no sea un viajero eventual, sin urgencias, o alguien en busca de una experiencia novedosa del tipo Magic Kingdom. Imagine usted que el tren de 2019 rivalizará con autobuses privados en excelentes condiciones (unidades bien mantenidas, sillones Pullman, azafatas, aire acondicionado, horarios estrictos) que cada hora se dirigen hacia todos los puntos del país, y cuyas tarifas no alcanzan actualmente los US$0.05 por pasajero-kilómetro.

Suponga, asimismo (y pese al sesgo monopólico de los costos vigentes), que el tren competirá con furgones refrigerados que llegan directamente, y a cualquier hora, a las fincas a recoger los aguacates o los guineos; o con camiones que penetran al interior de las naves industriales de zona franca. Todo ello como paso previo al traslado de la carga, sin interrupciones, hasta el costado del barco; en cuyo caso el trayecto nunca resultará mayor de dos horas. En resumen, no se vislumbra de qué manera el tren podría competir –moviendo pasajeros o desplazando cargas– con las opciones de transporte disponibles hoy en el país.

La inversión inicial en el tren de Santo Domingo a Santiago, según se dijo en aquella ocasión, superaba los 1,200 millones de euros (alrededor de 1,500 millones de dólares). Calcúlese, luego, el costo de operación, recurrente, del sistema. Y haga los números. Primer resultado predecible: la operación del tren no permitirá recuperar ni un dólar de la inversión inicial. Segundo resultado previsible: la operación del tren tampoco será suficiente para solventar siquiera su costo operativo, esto es: pago de salarios, combustible, mantenimiento continuo, piezas y reparaciones, administración, etc. (lo que la economía del transporte denomina como “punto de pequeño equilibrio”).
Así las cosas, no parece justo que el gobierno dominicano auspicie (si fuera el caso) un proyecto de estas características.
Sabemos de aeropuertos construidos y operados exitosamente por el sector privado. Por igual, grupos empresariales manejan en régimen de mercado un gran puerto de furgones en Caucedo y terminales portuarios para cruceros en Punta Cana, La Romana y Maimón (Puerto Plata). Todo esto sin avales ni garantías del erario.

Estamos seguros de que no sería lo mismo el caso del tren hasta Santiago. De esta suerte, ¿que algún altruista desea gastar 1,500 millones de dólares para tender y operar una línea férrea de la capital al Cibao? Que la haga. Aleluya. Pero que no involucren al gobierno en tal insensatez. Por favor…

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