Los “académicos” (con comillas)

La ciudad está oscura. Solo llegamos a ver hasta nuestras narices. No reconocemos el camino, ni sabemos si es sinuoso, recto o empinado, ni podemos notar el tamaño

La ciudad está oscura. Solo llegamos a ver hasta nuestras narices. No reconocemos el camino, ni sabemos si es sinuoso, recto o empinado, ni podemos notar el tamaño de las piedras que siempre abundan. También el silencio es abusivo, a penas, a lo lejos, un pájaro trina.

En la oscuridad el futuro es incierto y llegado a una bifurcación en el camino, que nos sorprende de golpe, la decisión es difícil. ¿Qué camino tomar? ¿Nos devolvemos? O, quizás, ¿salirnos de la ruta empedrada y tomar el bosque arenoso? ¿Dónde encontraremos mayores inciertos, cuál nos llevará a la luz?

La oscuridad que padecemos es moral. No podemos creer en nadie. Ni en los académicos que fueron, en determinados momentos críticos, los faros de luz que señalaban el camino de la corrección y el decoro. Estos, o muchos de estos para ser justo, han preferido el boato y la estabilidad económica, a su prestigio y obra. “Al igual que Judas Macabeo mató a Apolonio con sus propias armas, nosotros nos armamos para nuestra propia ruina, y usamos la razón, el arte y el juicio, todo lo que debería ayudarnos, como instrumentos que nos arruinan” (Robert Burton, Anatomía de la melancolía, p. 61).

Nos recuerdan al Oráculo de Delfos, en el templo al dios Apolo, donde las pitonisas tenían la última palabra en relación a cualquier empresa humana o divina, el cual era de consulta obligatoria para conocer los designios de los dioses y las posibilidades de concreción de cualquier empresa. Más luego, se descubrió que el Oráculo podía ser corrompido. Ni el Oráculo era infalible. Unas dracmas hacían posible algunas anodinas opiniones sobre las más descabelladas empresas.

Los “académicos” (con comillas), utilizan el conocimiento como la espada que le obsequió Héctor a Áyax mientras luchaba contra el enemigo, “le servía de ayuda y defensa; pero cuando empezaba a herir a criaturas inocentes con ella, se revolvió para herirle en sus propias entrañas” (Op, cit, p. 61).

Y, en su atalaya, el “académico” (con comillas), lanza rayos como Zeus dueño del Olimpo del conocimiento. Y sus catilinarias son sabrosas: mezcla de un conocimiento enorme, donde enlaza citas y citas de autores, acumulado en muchos años de lectura y reflexiones, pero distanciados abruptamente del núcleo de sus ideas de ayer.

Y solo el “académico” (con comillas) sabe. Nadie más. Salvo que “piense” como él y haya tenido su “camino de Damasco” hacia la estabilidad. Al respecto, dice Burton: “Si un hombre cualquiera se decide por algo o se forma un juicio, considerará como idiotas y asnos a todos los que no piensan como él”. Por eso sus descalificativos Ad hominen.

En esta oscuridad, “los ciegos juzgan sobre los colores; los sabios callan y los necios hablan; encuentran los errores ajenos, pero ellos lo hacen peor; denuncian en público lo que hacen en secreto, y lo que Aurelio Víctor alaba de Augusto, lo censura de un tercero, siendo él mismo el más culpable”. (Op, cit. 39).
¡Ah, la vida!.

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