Los preferidos de los cultos

El mundo cultural tiene sus malos favoritos. En España, por ejemplo, abundan las películas donde se enseñan las atrocidades del franquismo, pero ni una relata las matanzas de la izquierda.

El mundo cultural tiene sus malos favoritos. En España, por ejemplo, abundan las películas donde se enseñan las atrocidades del franquismo, pero ni una relata las matanzas de la izquierda.

En América Latina, los intelectuales han denunciado sin cesar las matanzas de la dictadura de Pinochet, los militares y los imperialistas yanquis, pero son muy pocos, y de manera muy tímida, los que criticaron la tiranía comunista de Fidel Castro en Cuba. Y han tenido mucho cuidado en referirse a él como dictador.

Tanto es el amor por el comunismo de parte de los cultos, que ni siquiera el Premio Nobel José Saramago renegó de sus ideas pese a la incontestable evidencia del fracaso económico en Rusia y Alemania Oriental. Y no solo eso. Borges no ganó el Nobel porque apoyó dictaduras de derecha. Pero el que Gabriel García Márquez admirara a Fidel Castro y fuera su amigo no impidió que obtuviera tan codiciado galardón.

Es como si existiera un consenso tácito de que los de izquierda son mejores personas. Basta con condenar el capitalismo, la desigualdad, la propiedad privada, los Estados Unidos y los malvados españoles explotadores de indígenas (como si antes de su llegada a América los indígenas no se mataran entre sí) para calificar entre los aplaudidos y venerados en el mundo intelectual.

Hasta el diccionario de la Real Academia de la Lengua es implacable cuando define el franquismo como un régimen totalitario, pero amable con el comunismo, porque ni siquiera menciona que suprimió libertades, ni que mató a millones de personas.

En definitiva, en el mundo de los cultos lo que se considera de valor es acabar con los que más tienen (porque oprimen a los desposeídos), criticar la propiedad como símbolo de dominación y venerar al socialismo como sistema igualitario y de supremacía moral, porque les quita a los ricos para darles a los pobres.

Ni siquiera Jesucristo se atrevió a tanto. Porque aunque invitaba a desprenderse de lo propio, jamás dijo que se repartiera el dinero de los demás.

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