En una democracia acceder al poder político tiene vías distintas a las esbozadas en las Pinceladas precedentes y las condiciones para tener éxito dependerá del escenario y tradiciones del lugar, y de “la época”. No se necesitarán las mismas condiciones para el éxito político “en las épocas de calma que en la guerra o revolución”. (P. 45).

Ahora en una democracia establecida –Russell, p. 44- “si ha de tener buen éxito un político debe ser capaz de ganarse la confianza de su máquina y despertar cierto grado de entusiasmo en la mayoría del electorado”. Esa “máquina” a que se refiere el filósofo y premio Nobel inglés, es el partido, movimiento o instrumento, formalmente establecido, y que sirve de medio para aglomerar a las masas detrás de un proyecto, de un programa político, a cumplir desde el poder político.

Russell establece dos posibilidades en este escenario de “máquina y electorado”: una maquinaria electoral fuerte que puede asegurar la victoria a un líder sin “magnetismo”, y que le controla después. Y un líder de férrea voluntad que se le impone a la maquinaria e, incluso, que la crea para cumplir sus fines. “Los candidatos a la presidencia en los Estados Unidos son, con frecuencia, hombres que no pueden impresionar la imaginación del público en general, pero que poseen el arte de congraciarse con los dirigentes del partido”, en estos casos la maquinaria se impone al candidato. “A veces, por el contrario, un hombre es capaz de crear su propia maquinaria; Napoleón III, Mussolini e Hitler son ejemplos de ello. Más comúnmente, un político que tiene realmente éxito, aunque utilice una maquinaria ya existente, es capaz de dominarla (…)”.

Obviamente, este “voluntarismo” de Russell es pecaminoso para la democracia y convierte al “dirigente” en un pequeño dios, especie de cesarismo democrático, autoritario y sin cuestionamientos. Aunque estas conclusiones de Russell son producto del estudio de hechos históricos concretos y los expone de forma objetiva y sin aparentes pasiones.

Sobre lo que podemos llamar “el momento democrático” que definirá las condiciones para ascender al poder, Russell tiene dos tesis según haya calma o agitación. En la primera se necesita serenidad y venderse como buen gerente, en la segunda reivindican el uso de la palabra y la “capacidad de persuadir a la multitud” en tiempos de crisis. “En las épocas de calma, un hombre puede tener buen éxito dando una impresión de solidez y de buen juicio, pero en las épocas de excitación se necesita algo más. En esas épocas es necesario ser un orador impresionante, aunque no necesariamente elocuente en el sentido convencional, pues Robespierre y Lenin no eran elocuentes, pero eran decididos, apasionados y audaces”.

Obviamente, esto no es un catálogo ineludible. La pasión de que habla Russell podría estar escondida en un discurso sin elocuencia, sin tono ni ritmo; en unas palabras dichas cabizbajo y en tono casi inaudible asegurando lealtad (Trujillo ante Vázquez), o en unas que sintetizan el absolutismo posterior: “la mía llega” (Lilís).

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