Una de las demandas más frecuentes en el debate público nacional es la necesidad, según muchos, de que se reduzca la nómina pública, debido a que la abultada plantilla estatal consume millones de pesos que bien pudiesen ser utilizados en inversiones reproductivas.

Es un reclamo que forma parte de todos los foros y es condición casi indispensable para que las discusiones de los grandes temas en los que interviene el Estado puedan conducir a entendimientos duraderos.

Negar que las instituciones públicas operan con un personal que sobrepasa sus necesidades de funcionamiento óptimo, sería ir contra una realidad que no admite discusión, pues se acepta que desde hace décadas el Estado emplea más gente de la que requiere.

Ahora bien, la otra realidad—más pesada aún que la primera—es que el Estado no puede deshacerse de ese personal que excede las necesidades operacionales de su estructura, sin causar un gravísimo problema social que desbordaría la capacidad de respuesta del propio Estado.

Hagamos un ejercicio del absurdo y supongamos que para complacer esos reclamos se echaran de manera gradual a 125,000 empelados públicos en un período, digamos, de seis meses.

La relación directamente proporcional sería un ahorro de cientos, quizá miles de millones de pesos del presupuesto público, pero otra sería, igualmente, un incremento de la presión social, las demandas, la delincuencia y quién sabe si hasta un estallido que acabaría con la tranquilidad de quienes creen que el problema de este país son los magros ingresos que el Estado proporciona a esos ciudadanos para que ellos y sus familias puedan sobrevivir.

¿Qué haríamos con el sustento que por vía de los ingresos percibidos por esos imaginarios 125,000 desahuciados llega a casi un millón de personas que dependen directamente de los hombres y mujeres catalogados de parásitos estatales?

Como ejercicio de lógica económica esta demanda luce hasta cierto punto razonable. Pero en una economía donde el sector privado no genera empleos a la velocidad que se demanda y la informalidad es la causa principal de la precarización del ingreso, abogar por la desaparición de los pocos recursos que perciben los llamados supernumerarios es hasta criminal.

Ahora mismo, según el Banco Central, la tasa de desocupación abierta—un método más restringido de medir el índice de desempleo—ronda el 7.5% de la población económicamente activa. Sin embargo, cuando se mide la tasa de desocupación ampliada—otro método aceptado en esta materia—la cifra se duplica.

En cualquier caso, reducir la nómina pública implicaría agregar más desocupados al índice y una mecha social de difícil manejo y cuyas consecuencias sólo se prevén políticamente, no contablemente, como la ven quienes piden una barrida de la empleomanía estatal.

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