Javier Reverte y los historiadores y cronistas en general describen a Cecil Rhodes como un racista engreído, un megalómano, un colonialista “convencido de la superioridad de la raza blanca y angloparlante”. Alguien que se había propuesto “ayudar a Dios a lograr que el mundo (fuera) inglés”. El mismo que “consiguió en su medio siglo de vida hacerse millonario gracias a las minas de diamantes y a cambiar el mapa del continente africano”, el hombre que hizo “asesinar a miles de personas y llegó a dominar dos países que llevaron su apellido, Rhodesia del Norte y del Sur”.

Rhodes soñaba con el dominio de África desde ciudad de El Cabo hasta El Cairo y soñaba con unir ambas capitales mediante una línea ferroviaria. Quizás por eso, dice Javier Reverte, “Sus servidores, sus secuaces y sus fieles le bautizaron como Rhodes el Coloso, en clara alusión al mítico Coloso de Rodas”.

De hecho, Cecil Rhodes soñaba con el dominio del mundo y estaba convencido de que la raza blanca angloparlante estaba perfectamente diseñada y escogida como “Divino instrumento para su Plan”.

El problema es que otras grandes potencias capitalistas se sentían igualmente calificadas para llevar a cabo la misericordiosa obra de Dios y a partir de 1870 se habían expandido por África y el resto del mundo. Pero el mundo, lamentablemente, no es infinito. La expansión provocaría choques y fricciones y a la larga produciría algo peor: la Primera Guerra Mundial.

Cecil Rhodes sabía que para llevar a cabo su ambicioso plan de dominación mundial había que eliminar la competencia, y el principal competidor era Alemania.

Alemania había surgido como estado-nación unificado en 1871, al término de la guerra franco-prusiana, con la humillante derrota de Francia y la humillante proclamación del imperio alemán el día 18 de enero en el fastuoso palacio de Versalles, el palacio del rey sol, el de Luis XIV, el símbolo por excelencia de la grandeza y prepotencia de Francia.

La capacidad de movilización de las tropas germanas y el moderno armamento empleado durante la breve y aplastante contienda dejó claramente establecido que en Europa había cambiado radicalmente el equilibrio de fuerzas y había un nuevo protagonista. Un país que había logrado un impresionante proceso de industrialización a marcha forzada (la vía prusiana, como la llamó Lenin) y ahora se perfilaba como la primera potencia continental.

Para peor, a partir de 1884 Alemania empezó a imitar a las otras grandes potencias, empezó a expandirse, y a pesar de que había llegado tarde al reparto, dio inicio al establecimiento de varias colonias en África y en el Pacífico.

Contra ese contendiente o competidor tenía que vérselas ahora la Inglaterra reina de los mares, que en ese entonces era dueña y señora del mayor imperio del planeta.

Contra ese imperio Alemán dirigiría Cecil Rhodes sus mejores esfuerzos. Es decir: los peores.

La conspiración para destruir la “Amenaza Teutónica”

Gerry Docherty y Jim MacGregor Cecil Rhodes, el millonario sudafricano de diamantes, formó la sociedad secreta en Londres en febrero de 1891. Sus miembros pretendieron renovar el lazo existente entre Gran Bretaña y Estados Unidos, difundir todo lo que ellos consideraban digno en los valores de las clases dirigentes inglesas, y poner todas las partes habitables del mundo bajo su influencia y control. Ellos creían que los hombres de la clase dirigente de ascendencia anglosajona se sentaban con toda justicia en lo alto de una jerarquía construída en base al predominio en el comercio, la industria, la banca y la explotación de otras razas.

La Inglaterra victoriana estaba confiadamente sentada en el pináculo del poder internacional, pero ¿podría permanecer allí para siempre? Esa era la pregunta que provocaba serios debates en las grandes casas de campo y en los influyentes salones llenos de humo. Las élites abrigaban un temor profundamente arraigado de que, a menos que se actuara con decisión, el poder y la influencia británica a través del mundo serían erosionados y sustituidos por extranjeros, empresas extranjeras, y costumbres y leyes extranjeras.

La opción era clara: tomar medidas drásticas para proteger y posteriormente expandir el Imperio británico, o aceptar que la nueva y retoñante Alemania pudiera reducirlo hasta convertirlo en un jugador menor en el escenario mundial. En los años que siguieron inmediatamente a la Guerra de los Bóers se logró tomar una decisión: la “amenaza teutónica” tenía que ser destruída. No derrotada: destruída.

El plan comenzó con un ataque de múltiples frentes contra el proceso democrático. Ellos:

(a) Manejarían el poder en la administración y la política por medio de políticos cuidadosamente seleccionados y dóciles en cada uno de los partidos políticos principales;
(b) Controlarían la política exterior británica desde detrás del escenario, independientemente de cualquier cambio de gobierno;
(c) Atraerían a sus filas a los cada vez más influyentes magnates de la prensa para ejercer influencia en las avenidas de información que crean la opinión pública, y (d) Controlarían la financiación de cátedras universitarias, y monopolizarían completamente la escritura y la enseñanza de la Historia de su propia época.

Cinco jugadores principales —Cecil Rhodes, William Stead, Lord Esher, Sir Nathaniel Rothschild y Alfred Milner— fueron los padres fundadores, pero la sociedad secreta se desarrolló rápidamente en cantidad, poder y presencia en los años previos a la guerra. Las influyentes antiguas familias aristocráticas que habían dominado durante mucho tiempo Westminster estuvieron profundamente implicadas, como asimismo el rey Eduardo VII que funcionó dentro del núcleo interior de la Élite Secreta. Los dos grandes órganos del gobierno imperial británico, el Ministerio de Asuntos Exteriores y la Oficina Colonial, fueron infiltrados, y se estableció un control sobre sus funcionarios de mayor rango.
Ellos igualmente asumieron la Oficina de Guerra y el Comité de Defensa Imperial. De forma crucial, ellos también dominaron los grados más altos de las fuerzas armadas por medio del Mariscal de Campo Lord Roberts en lo que hemos llamado la “Academia Roberts”. La lealtad a partidos políticos no era un requisito previo para los miembros; la lealtad a la causa del Imperio sí lo era. Ellos han sido mencionados de manera indirecta en discursos y libros como el “poder del dinero”, el “poder oculto” o “los hombres detrás de la cortina”. Todas esas etiquetas son pertinentes, pero nosotros los hemos llamado, colectivamente, la Élite Secreta.
(http://editorial-streicher.blogspot.com/2017/05/sobre-los-orígenes-de-la-1-guerra.html). l

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