En el segundo y decisivo encuentro de Celestina y Melibea, la hechicera excita la curiosidad de la doncella en relación con la causa de su mal y la lleva poco a poco a un alto grado de desesperación. Ahora Melibea quiere saber a cualquier precio el origen de los tormentos que la afligen y parece decidida a tragar casi cualquier tipo de medicina que se le ofrezca. Para vencer su resistencia, Celestina se la suministra a cuenta gotas:

MELIBEA.- ¡Oh cómo me muero con tu dilatar! Di, por Dios, lo que quisieres, haz lo que supieres, que no podrá ser tu remedio tan áspero que se iguale con mi pena y tormento. Ahora toque en mi honra, ahora dañe mi fama, ahora lastime mi cuerpo, aunque sea romper mis carnes para sacar mi dolorido corazón, te doy mi fe ser segura y, si siento alivio, bien galardonada.

CELESTINA.- También me da osadía tu gran pena como ver que con tu sospecha has ya tragado alguna parte de mi cura; pero todavía es necesario traer más clara medicina y más saludable descanso de casa de aquel caballero Calisto.

MELIBEA.- Calla, por Dios, madre. No traigan de su casa cosa para mi provecho ni le nombres aquí.

CELESTINA.- Sufre, señora, con paciencia, que es el primer punto y principal. No se quiebre; si no, todo nuestro trabajo es perdido. Tu llaga es grande, tiene necesidad de áspera cura. Y lo duro con duro se ablanda más eficazmente. Y dicen los sabios que la cura del lastimero médico deja mayor señal y que nunca peligro sin peligro se vence. Ten paciencia, que pocas veces lo molesto sin molestia se cura. Y un clavo con otro se expele y un dolor con otro. No concibas odio ni desamor, ni consientas a tu lengua decir mal de persona tan virtuosa como Calisto, que si conocido fuese…

MELIBEA.- ¡Oh por Dios, que me matas! ¿Y no te tengo dicho que no me alabes ese hombre ni me le nombres en bueno ni en malo?
Melibea resiste. Es quizás el último asomo de resistencia, pero todavía no se rinde. Y cuando Celestina le menciona a Calisto se le dispara una especie de mecanismo de defensa y lo rechaza como si del diablo se tratase.

Celestina no pierde nunca la calma, administra cada silencio y cada palabra con sabiduría y prudencia. No pronuncia una sílaba sin premeditación ni alevosía, sin calcular el efecto, el daño o beneficio que puede hacer. Poquito a poquito inocula su veneno disfrazado de medicina:

CELESTINA.- Señora, este es otro y segundo punto, el cual si tú con tu mal sufrimiento no consientes, poco aprovechará mi venida y, si, como prometiste, lo sufres, tú quedarás sana y sin deuda y Calisto sin queja y pagado. Primero te avisé de mi cura y de esta invisible aguja, que sin llegar a ti, sientes en solo mentarla en mi boca.

MELIBEA.- Tantas veces me nombrarás ese tu caballero, que ni mi promesa baste, ni la fe que te di, a sufrir tus dichos. ¿De qué ha de quedar pagado? ¿Qué le debo yo a él? ¿Qué le soy a cargo?
¿Qué ha hecho por mí? ¿Qué necesario es él aquí para el propósito de mi mal? Más agradable me sería que rasgases mis carnes y sacases mi corazón que no traer esas palabras aquí.

CELESTINA.- Sin te romper las vestiduras se lanzó en tu pecho el amor: no rasgaré yo tus carnes para le curar.

MELIBEA.- ¿Cómo dices que llaman a este mi dolor, que así se ha enseñoreado en lo mejor de mi cuerpo?

CELESTINA.- Amor dulce.

MELIBEA.- Eso me declara qué es, que en solo oírlo me alegro.

CELESTINA.- Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte.

MELIBEA.- ¡Ay mezquina de mí! Que, si verdad es tu relación, dudosa será mi salud. Porque, según la contrariedad que esos nombres entre sí muestran, lo que al uno fuere provechoso acarreará al otro más pasión.

CELESTINA.- No desconfíe, señora, tu noble juventud de salud. Que, cuando el alto Dios da la llaga, tras ella envía el remedio.

MELIBEA.- ¿Cómo se llama?

CELESTINA.- No te lo oso decir.

MELIBEA.- Di, no temas.

CELESTINA.- ¡Calisto! ¡Oh por Dios, señora Melibea!, ¿qué poco esfuerzo es éste? ¿Qué decaimiento? ¡Oh mezquina yo! ¡Alza la cabeza! ¡Oh malaventurada vieja! ¡En esto han de parar mis pasos! Si muere, matarme han; aunque viva, seré sentida, que ya no podrá sufrirse de no publicar su mal y mi cura. Señora mía Melibea, ángel mío, ¿qué has sentido? ¿Qué es de tu habla graciosa? ¿Qué es de tu color alegre? Abre tus claros ojos.

MELIBEA.- Paso, paso, que yo me esforzaré. No escandalices la casa.

Cada vez más los razonamientos de Celestina mellan los argumentos de Melibea y su resistencia se hace más débil. Está a punto de sucumbir a la dialéctica de la hechicera y la hechicera lo sabe, pero no se precipita. Habla con dulzura, finge humildad. Lo que sigue a continuación es una proeza de ingeniería verbal:
CELESTINA.- ¿Pues qué me mandas que haga, perla graciosa? ¿Qué ha sido este tu sentimiento? Creo que se van quebrando mis puntos.

MELIBEA.- Quebrose mi honestidad, quebrose mi empacho, aflojó mi mucha vergüenza; y, como muy naturales, como muy domésticos, no pudieron tan livianamente despedirse de mi cara que no llevasen consigo su color por algún poco de espacio, mi fuerza, mi lengua y gran parte de mi sentido. Muchos y muchos días son pasados que ese noble caballero me habló en amor.
Tanto me fue entonces su habla enojosa cuanto, después que tú me le tornaste a nombrar, alegre. Cerrado han tus puntos mi llaga, venida soy en tu querer. En mi cordón le llevaste envuelta la posesión de mi libertad. Su dolor de muelas era mi mayor tormento, su pena era la mayor mía. Alabo y loo tu buen sufrimiento, tu cuerda osadía, tu liberal trabajo, tus solícitos y fieles pasos, tu agradable habla, tu buen saber, tu demasiada solicitud, tu provechosa importunidad. Mucho te debe ese señor y más yo, que jamás pudieron mis reproches aflacar tu esfuerzo y perseverar, confiando en tu mucha astucia. Antes, como fiel servidora, cuando más denostada, más diligente; cuando más disfavor, más esfuerzo; cuando peor respuesta, mejor cara; cuando yo más airada, tú más humilde. Pospuesto todo temor, has sacado de mi pecho lo que jamás a ti ni a otro pensé descubrir.

CELESTINA.- Amiga y señora mía, no te maravilles, porque estos fines con efecto me dan osadía a sufrir los ásperos y escrupulosos desvíos de las encerradas doncellas como tú. Verdad es que antes que me determinase, así por el camino, como en tu casa, estuve en grandes dudas si te descubriría mi petición. Visto el gran poder de tu padre, temía; mirando la gentileza de Calisto, osaba; vista tu discreción, me recelaba; mirando tu virtud y humanidad, me esforzaba. En lo uno hablaba el miedo y en lo otro la seguridad. Y pues así, señora, has querido descubrir la gran merced que nos has hecho, declara tu voluntad, echa tus secretos en mi regazo, pon en mis manos el concierto de este concierto. Yo daré forma cómo tu deseo y el de Calisto sean en breve cumplidos.

MELIBEA.- ¡Oh mi Calisto y mi señor! ¡Mi dulce y suave alegría! Si tu corazón siente lo que ahora el mío, maravillada estoy cómo la ausencia te consiente vivir. ¡Oh mi madre y mi señora!, haz de manera cómo luego le pueda ver, si mi vida quieres.

Melibea finalmente ha cedido, ha sido vencida. La mudanza de los sentimientos se ha operado con éxito. La repulsión original que le inspiraba Calisto ahora le inspira “dulce y suave alegría”.

El conjuro y la tremenda muela de Celestina han hecho el milagro y muy pronto disfrutarán brevemente de los placeres y tormentos que proporciona la enfermedad del amor. El agridulce amor.

Silvio D’amico, el autor de una enjundiosa “Storia del teatro e dello spettaculo”, ha dicho que no hay en toda la historia del arte dramático un “voltafaccia”, un giro o cambio de actitud, una mudanza de los sentimientos tan extraordinaria como la que tiene lugar en “La Celestina” o “Tragicomedia de Calisto y Melibea”.

La pieza representa una de las grandes cumbres la literatura española y para algunos “la obra más importante de la Europa de su tiempo”.

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