Los últimos años me he venido cuestionando sobre la muerte de la cultura. Esto así, porque si los hombres mueren, es muy probable que las manifestaciones que han sido el resultado de su espíritu también se extingan.

Es un tema complejo, porque en todo esto entra mucho en juego la perspectiva. Que, sin lugar a duda, se trata de un solo plano, un único punto de vista que te permite concretizar una idea sobre un espacio, realidad u objeto en específico.

Ahora bien, tu visión del mundo puede ser condicionada por señales del entorno o también por las referencias que has venido acumulando en el subconsciente, lo que se traduce en experiencias vividas que más tarde combinas con el evento para sacar conclusiones.

Lo antes expuesto es muy importante para comprender la psiquis humana en determinados casos, lo que encuentra concreción en las siguientes interrogantes: ¿Por qué apoyar una manifestación y no otra? ¿por qué no apoyar ninguna? O ¿por qué destruir lo que han hecho otros en vez de conservarlo?

La respuesta es clara: estamos ante una mengua de los afectos, puesto que el sistema que nos rige ha dispuesto varios niveles de cosificación que nos motiva sin reparo a la pérdida de la sensibilidad. Así que donde no prima este valor, difícilmente se pueda preservar la cultura y todo lo que ella promueve.

Vivimos en una esfera de violencia, antivalores, crimen, delincuencia, corrupción, pues en la agenda estatal la prioridad no es el amor a Dios, la promoción de valores y principios, ni el cultivo de las artes y la cultura, sino que es mejor y más fácil crear espacios vulnerables para poder controlar y ejercer el poder sobre las masas.

Un pueblo inculto no puede crear y generar obras e ideas bellas y a la vez sublimes. Un pueblo inculto lo que hace es sumirse en una miseria de lamentos y necesidades que con el tiempo van en progreso. El sedentarismo que provoca la incultura desencadena lo más oscuro y tenebroso que puede padecer un Estado. Por favor, no dejemos morir la cultura.

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