La reforma tributaria en Estados Unidos ha generado inquietud en el país. Algunos temen que la reducción de la tasa impositiva a las corporaciones desde 35% hasta 21% reduzca el flujo de inversión extranjera desde ese país hacia el resto del mundo, y hacia la República Dominicana en particular. De hecho, esa era parte de la intención. Estados Unidos es el país de origen de 27% del total de la inversión extranjera que llegó al país desde 1993 hasta 2013 (lastimosamente, el Banco Central no ha actualizado estas cifras).

También se ha argumentado que esa reducción obliga al país a reducir su tasa corporativa a fin de cerrar la brecha tributaria con Estados Unidos, aminorando el efecto sobre la inversión. Más generalmente, se razona que esa reforma debería impulsar al país a acelerar su propia reforma por la vía del llamado Pacto Fiscal.

Sin embargo, hay buenas razones para no dejarse intimidar ni apresurar soluciones por la decisión estadounidense. El desafío fiscal dominicano, así como la necesaria reforma del marco y de la política de atracción de inversión extranjera tienen suficiente urgencia y méritos propios como para pensar que la competencia impositiva de Estados Unidos es una cuestión secundaria. Eso no significa que sea intrascendente, pero debe estar lejos de ser considerada un factor crítico en la toma de decisiones de políticas.

De hecho, convertirlo en un elemento destacado contribuye a poner en riesgo el tipo de reforma impositiva deseable y la articulación de una política de atracción de inversión que apoye el desarrollo porque nos puede meter en una carrera “hacia abajo” que, en un afán indiscriminado por atraer inversiones, termine quebrando al Estado, bajando salarios y desmantelando regulaciones imprescindibles.

Inversión extranjera

En la República Dominicana, entre 2010 y 2016 el monto de la inversión extranjera fue equivalente a cerca de 3.7% del PIB, y hasta 2013, la de origen estadounidense alcanzó el equivalente a 1% del PIB.

Sin embargo, hay que reconocer dos cosas. Primero, que después de haber crecido intensamente a lo largo de la década pasada, los flujos se han estancado en la vecindad de los 2,300 millones de dólares por año. Segundo, que esa inversión no se ha dirigido principalmente a sectores que, por su capacidad de generar divisas y empleos, y de impulsar la productividad y el aprendizaje tecnológico, podrían ser considerados de alto interés para el desarrollo. Por ejemplo, desde 1993 apenas poco más de un tercio se ha dirigido a zonas francas, turismo y minería, que son generadores de divisas. El resto ha llegado para servir al mercado doméstico. Más de un 30% se dirigió a las actividades financieras, inmobiliarias, de transporte y energía, y probablemente más de un 10% se dirigió al comercio. No es difícil convenir en que la banca, las propiedades inmobiliarias o el comercio difícilmente sean de alto interés para el empleo o el avance tecnológico.

Lo anterior no significa que la inversión extranjera merezca la indiferencia. Por el contrario, lo que indica es que se necesita darle una mirada estratégica para articular una reforma y una política de atracción que no sólo permita que retome la senda del crecimiento, sino que contribuya a un desarrollo de base amplia, generando proyectos que creen empleos, exportaciones y derrames tecnológicos.

En ese esfuerzo, mucho más poderoso que el tratamiento impositivo es el entorno institucional y de negocios y la calidad del Estado, aspectos en los cuales nos quemamos una y otra vez.
También tiene un peso significativo las habilidades en trabajadores y trabajadoras, el costo y la calidad de la energía y los servicios de transporte, así como la calidad de los servicios públicos críticos para la producción, tanto los generales (por ejemplo, servicios portuarios) como los dirigidos a actividades productivas específicas como los controles fitosanitarios en la agricultura, y la promoción en el turismo.

De allí que antes que poner la cuestión impositiva en el centro del debate sobre atracción de inversión extranjera, el esfuerzo debe ser puesto en transformar aquellos aspectos que estimulan la inversión de calidad. Eso significa una inversión que crea empleos, que compra a la agricultura y la industria, y de la cual el resto de las empresas pueda aprender.

Pero, además, cuando inversionistas extranjeros piensan en República Dominicana, difícilmente comparen al país con Estados Unidos. Más bien lo contrastan con otros de similares características y que son relevantes para las actividades que pretenden desarrollar: de costos laborales bajos, ubicados en la misma zona, con similar clima o dotación de recursos naturales y/o con parecidos niveles de acceso a mercados de interés. De tal forma que la brecha impositiva entre Estados Unidos y el país no tiende a ser una cuestión fundamental.

Reforma tributaria

Pero si la causa de la inversión extranjera tiene mérito propio, la de la reforma tributaria y fiscal mucho más.

No es la bajada de la tasa impositiva a las corporaciones lo que debe empujar la reforma. Es un déficit fiscal que lleva 10 consecutivos por encima de 2% del PIB. Es una deuda pública que, como resultado de ese déficit, entre 2008 y 2017 se multiplicó por 2.6, pasando desde 11,200 millones de dólares hasta 29 mil millones. Es una carga de la deuda que alcanzó en 2017 más de 200 mil millones de pesos, o el 40% de los ingresos tributarios, y un pago por intereses que seguramente alcanzó 115 millones o el 23% de los ingresos tributarios.

Es un gasto primario (gasto total luego de pagar deuda) que ha estado estancado en el equivalente a 14.6% del PIB por los últimos 13 años, y que, en los últimos tres años, como resultado de la pesada carga de la deuda, ha declinado. Es un gasto social que también ha estado estancado en 8%-9% del PIB, y que ni siquiera el notable aumento del financiamiento para la educación preuniversitaria lo ha hecho crecer de forma decidida. Es un gasto público marcado en exceso por el clientelismo, la corrupción, la ineficiencia y la discrecionalidad.

Es un incumplimiento tributario que, para el caso del Impuesto sobre la Renta, supera el 60%, y para el caso del ITBIS, es mayor a 40%. Es una tributación que no genera suficientes recursos, una situación que no puede ser resuelta con alza de tasas sino con el fortalecimiento de los mecanismos de recaudación, la racionalización de las exenciones y la ampliación del universo de contribuyentes y de productos y servicios gravados. Es una tributación injusta que carga en exceso a unos y trata con indulgencia a otros, aún entre personas y actividades similares. Esto se conoce como inequidad horizontal.

En síntesis

Tenemos demasiados motivos para transformar la fiscalidad y la tributación en particular, y para hacerlo lo más pronto posible. Por ello, “caerle atrás” a Estados Unidos, apresurarse a reducir la tasa de impuesto sobre la renta sin ver adecuadamente todo el conjunto, no es un buen consejo.

Eso no significa que la tasa del impuesto sobre la renta sobre las empresas no pueda reducirse en alguna medida sino más que, cualquier cosa que se haga debe formar parte de una estrategia más amplia que: a) incentive de forma efectiva a una mayor inversión en proyectos de calidad y con impacto productivo y social; b) contribuya a reducir la evasión y la elusión, y a incrementar las recaudaciones haciendo que los ricos paguen efectivamente más; c) no empuje hacia un sistema tributario más inequitativo poniéndole una carga más pesada a los pobres y a los pequeños negocios; y d) le devuelva los recursos a la gente y a los negocios en forma de bienes públicos indispensables para producir y vivir mejor.

Posted in Opiniones

Más de opiniones

Más leídas de opiniones

Las Más leídas