La preocupación por el manejo fiscal se está generalizando, y no es para menos. Desde hace tiempo se ha venido advirtiendo sobre la arriesgada senda que ha venido trillando la fiscalidad dominicana, y en particular cómo ha venido evolucionando el balance presupuestario y la deuda pública. Más recientemente, dos universidades han emitido informes críticos sobre la dinámica de la deuda que deriva del déficit sostenido.
Pero no sólo se trata de déficits sostenidos y deuda creciente. También de falta de transparencia en el manejo de las cuentas públicas. El último episodio fue el de la modificación del presupuesto de 2017 sometida a pocas semanas de cerrar el año, la cual, en pocas palabras, formalizó incrementar el gasto primario (en bienes y servicios) en casi 70 mil millones de pesos, una cifra enorme, y despojó al Banco Central de unos 29 mil millones.
Escondiendo el déficit
Ante la adversa reacción que esto generó, el Ministerio de Hacienda emitió un comunicado en el que pretendió aclarar las circunstancias y las implicaciones de la modificación presupuestaria. El comunicado es útil porque da más información, pero es también penoso porque reconoce dos cosas. Primero, que el presupuesto se maneja discrecionalmente, y que lo que dice la ley de presupuesto solo cabe en el papel. Segundo, que los compromisos consignados para capitalizar el Banco Central han venido siendo pagados a conveniencia de la hacienda pública, y no como dice la ley de presupuesto sometida por el propio Poder Ejecutivo.
El mensaje es claro y contundente: la política presupuestaria no respeta ni respetará siquiera los compromisos que ella misma asumió, y la política monetaria tendrá que ajustarse a las decisiones fiscales y a las prioridades que decida el Ejecutivo. El comunicado intenta justificar, pero termina concediendo, intenta explicar, pero no hace más que evidenciar que la discrecionalidad es mucho más extendida de lo que se pensaba.
En el caso del financiamiento a Punta Catalina, la nota del Ministerio de Hacienda es casi autocomplaciente. Indica que no había forma de prever que lo hicieran tan bien, que las obras avanzaran tan rápido, y que, por eso, dichos gastos no fueron incluidos en el presupuesto de 2017. Es un argumento poco convincente, especialmente porque no estamos hablando de unos pocos millones sino de más de 25 mil millones de pesos, unos 530 millones de dólares. Tampoco hablamos de un proyecto más de infraestructura sino del gran proyecto de inversión del gobierno, el más costoso en la historia del país.
La sospecha es evidente: no los incluyeron porque el déficit que tendrían que haber reconocido en el presupuesto formulado hubiese sido mucho mayor, no de 85 mil millones (2.3% del PIB) sino quizás de 115 mil millones (3.2% del PIB), algo que no iba a ser muy bien recibido en los mercados internacionales y que iba a terminar costando en tasas de interés. En otras palabras, todo apunta a que fue una forma de esconder el déficit, de no reconocerlo hasta que estuviese consumado y sancionado por un Congreso genuflexo.
Pero la explicación del despojo al Banco Central es todavía más escandalosa. Argumenta que no le van a pagar los intereses correspondientes a 2017 porque en este año le estuvieron pagando intereses de años anteriores, y que no hay recursos para hacer ambas cosas a la vez. En otras palabras, reconoce que no cumplieron con las leyes de presupuesto de años anteriores, algo que no era de conocimiento público, y que por eso no estaban cumpliendo con la ley de presupuesto de este año. Queriendo explicar, las autoridades fiscales se han desnudado por completo.
Estadísticas presupuestarias problemáticas
La falta de transparencia también se refleja en las publicaciones de las estadísticas presupuestarias. Las cifras que publica la Dirección General de Presupuesto (DIGEPRES) indican que el déficit del Gobierno Central acumulado hasta octubre alcanzaba apenas 16,300 millones de pesos, un 19% de la meta de déficit para todo el año que, hasta la modificación presupuestaria, era de casi 85 mil millones. Se trata de una cifra difícil de creer. Como referencia, hasta octubre de 2016, el déficit del Gobierno Central había alcanzado el 66% del presupuestado para ese año, y hasta octubre de 2015 el 58% de lo autorizado por el presupuesto.
Es cierto que al final del año el gasto se dispara, y que el déficit de noviembre y diciembre suele ser mucho mayor al de los meses anteriores. Pero en este caso, el aumento de los gastos y de los déficits de octubre y diciembre tendrían que ser tan elevados, que las cifras presupuestarias publicadas mensualmente terminarán perdiendo significado y credibilidad.
Todo lo anterior sugiere que lo que está pasando es que faltan todavía muchas facturas por asentar, que los gastos verdaderos son mucho mayores, y que, cuando éstos emerjan, los números cambiarán dramáticamente.
En este punto, es relevante indicar que esto no se trata de un “problema técnico” o de cuestiones relacionadas con el manejo de la contabilidad o los procedimientos presupuestarios regulares o de las publicaciones, sino de decisiones a un nivel mucho más alto sobre el manejo de las cuentas de proyectos como Punta Catalina y de otros financiados a través del Banco de Reservas y de otros mecanismos distintos al del pago directo por parte del Estado. La creatividad en el financiamiento de varias operaciones del gobierno, con autorización y mandato desde el nivel político, anda por sus fueros y allí, la opacidad es una característica muy destacada.
Retrocesos netos
La impresión que se tiene es que, a pesar de los avances técnicos que se han logrado en la gestión presupuestaria, como, por ejemplo, la introducción de la programación presupuestaria plurianual, el cumplimiento del ciclo presupuestario, la introducción de nuevas normativas para el presupuesto de los gobiernos locales y de las entidades públicas, y los progresos en materia de presupuesto por resultados, los condicionantes políticos terminan haciéndola retroceder.
Lo que hacen los técnicos con las manos terminan deshaciéndolos los políticos con los pies, y con ello profundizan el deterioro del entorno institucional, el cual terminamos pagando todos con un país riesgoso para la inversión y en la cola en los índices de competitividad.
La política fiscal ha estado al frente del retroceso institucional en la gestión pública en los últimos años, y ese retroceso y el estado general de la gestión del gasto público son los principales generadores de desconfianza, y se han constituido en un obstáculo fundamental para lograr un pacto fiscal sólido que siente las bases financieras para construir el Estado que queremos y que garantice derechos porque hasta que eso no se entienda y no se actúe en consecuencia, no habrá avances sustantivos de los cuales sentirnos orgullosos.