Sumido gozosamente en la existencia, la muerte vino a sorprender a Arístides Incháustegui. Aunque quizá ni él mismo habría podido desear un mejor final. Cerrar los ojos a los 79 años, sin duda, es un laurel cuando aún se avanza con plenitud en la búsqueda incesante de nuestras razones más hondas.

Acaso la muerte fue mezquina al no darle más tiempo.Son asombrosas las tareas, los arranques y las pesquisas de Arístides en los últimos sesenta años. Él cantó óperas, boleros y canciones de arte mayor.

Escribió libros de historia. Hurgó en archivos inextricables y en bibliotecas arrinconadas. Manoseó las raíces de la música dominicana.

Redactó la historia de nuestros himnos patrios. De él es un largo catálogo con biografías de los mejores compositores, instrumentistas y cantantes líricos nacionales. Reseñó la vida de las familias dominicanas de músicos. Investigó la trayectoria y la discografía de Eduardo Brito y Antonio Mesa. Suyos también son los recitales de canto con las obras ilustres de Julio Alberto Hernández, Enrique de Marchena y Luis Rivera.

Digamos que Arístides nos lega una vasta dimensión de talento y laboriosidad que, después de él, con seguridad, se tornará en un dominio deshabitado. Hace unos meses, en tertulia familiar, lo acompañé al piano mientras entonaba una criolla con requiebros de Héctor J. Díaz y música de Juan Lockward. El lirismo de su voz aún perduraba. Era de timbre terso, con rigurosa afinación y un cultivado fraseo. La canción fluía con limpidez de agua en movimiento. No lo vi más desde aquella tarde.Ahora con firmeza lo creo: al desaparecer Arístides Incháustegui nuestra sociedad empequeñece su dignidad intelectual, oscurece su sensibilidad artística y mengua las reservas de su honor. Sin él, somos ahora más inclementes, más anodinos, más insensibles. Sin su presencia, la música y las razones esenciales del vivir nos importarán mucho menos. De mi parte, quisiera recordarlo como siempre fue: un hidalgo de antiquísimas cautelas y de rastros luminosos, que entonaba óperas y sacudía archivos cenicientos, en tanto se allegaba al abismo para zurcir las orillas de nuestro pasado con los remates turbios de la hora presente.  En este trance, para Arístides, nada más que una perpetua señal de reverencia: que valga por su vida, por su obra y por el indecible regalo de su voz.

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