El caso es que la mecedora se mecía, comenzaba a mecerse brevemente y la piel a ponerse de gallina. A veces se sentía un aire dulce, tibio, y luego el sonido de la mecedora, como si el aire dulce y tibio la meciera, empezara a mecerla.Corría un rumor insano, si acaso no lo son todos. En la casita de madera había vivido y envejecido una señora que se pasó los últimos años meciéndose en una mecedora de caoba y después de muerta se mecía, seguía meciéndose, inconfundiblemente se mecía y remecía a altas horas de la noche sobre el piso de madera y el mecimiento se escuchaba en el cuarto de servicio. A veces la señora pedía su leche y llamaba en voz alta a la muchacha, que no duraba en el empleo. Ninguna duraba en el empleo, ya ni siquiera lo aceptaban. Soplaba el viento, el viento de las ánimas, y se mecía con el viento la señora en su mecedora a veces toda la noche, toda la inmensa noche.

De día era diferente. La casita de madera tenía dos niveles, una apariencia alegre, una reata con flores y tres delgadas palmas, de las llamadas areca, que crecían justo al frente y se movían alegremente al viento. Soplaba continuamente el viento y nada de lo que se escuchaba estaba fuera de lugar.

En el segundo nivel había una sola habitación donde se congregaba cada noche un grupo de universitarios para estudiar y fumar, planificar, entre otras cosas, el próximo fin de semana, y ninguno creía, por supuesto, en cuentos de aparecidos y ancianas difuntas que se mecían en mecedoras. Sólo el estudiante de odontología le concedía al fenómeno el crédito de la duda, aguzaba de vez en cuando los oídos, creía oír lo que no oía y los demás se burlaban, se reían, le hacían pesadas bromas, lo tachaban de supersticioso y timorato. Hasta que un día, una noche, les fue revelada “una gran maldad”.[i] Sopló un viento nocturno esa noche, no podía ser de otra manera, todos sintieron el sonido del viento, y al estudiante de odontología le pareció escuchar la mecedora que los demás no escucharon. Pero el viento arreció y empezó sentirse un raque raque y todos palidecieron. Era el viento de las ánimas. Soplaba, al parecer, el viento de las ánimas, y se mecía al viento la mecedora.

En la casita de madera había vivido y envejecido una señora que se pasó los últimos años meciéndose en una mecedora de caoba y después de muerta se mecía, seguía meciéndose, inconfundiblemente se mecía y remecía a altas horas de la noche sobre el piso de madera y el mecimiento se escuchaba en el cuarto de servicio y ahora en toda la casa, incluyendo el cuarto de estudio y una inmensa cagazón invadió a todos los estudiantes.

El estudiante de ingeniería miró en derredor, miró hacia arriba, se asomó a una ventana, buscó una explicación lógica, pero no la encontró. Los demás se miraron unos a otros las caras pálidas, los ojos desorbitados, el pellejo erizado, los cabellos descompuestos por el fuerte viento de las ánimas, que entraba por todas las ventanas de la ventilada habitación.

El estudiante de odontología hizo acopio de prudencia, cerró el libro, dio por terminada la sesión, se puso de pie y se dirigió a la puerta de salida. El estudiante de medicina -el futuro Dr. Mime- hizo lo mismo. El estudiante de química no quiso quedarse atrás.

El estudiante de ingeniería dudó un instante, volvió a mirar en torno y hacia arriba, buscando una explicación que no encontró y finalmente les siguió los pasos.

Uno y otro tras otro abandonaron el lugar con el rabo entre las piernas, sintiendo esta vez que la piel se les ponía de cocodrilo, sintiendo con pavor el viento de las ánimas que movía la mecedora, todas las mecedoras y los troncos de las palmas. Las tres delgadas palmas, de las llamadas areca, que crecían justo al frente de la casita de madera y se movían lúgubremente al viento.

Los troncos de las tres delgadas palmas que se mecían y remecían con el viento, los troncos de las delgadas palmas que rozaban una de las planchas del techo de zinc y pronunciaban un sonido quejumbroso como el de una anciana señora en su mecedora sobre un piso de madera.

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