Libertad y democracia necesariamente no andan juntas, incluso crecieron en momentos históricos distintos. Primero floreció la libertad y esta, luego, trajo consigo la democracia.La cultura occidental tiene dos puntos históricos de ineludible referencia: Grecia antigua y Roma imperial.

Probablemente la libertad surgió en Grecia, aunque no en el sentido que la conocemos hoy, como limitación al poder y protegida del ejercicio ilimitado del mismo mediante un proceso debido y justo. Más bien, en Grecia, la libertad era la de asociación, para que en asamblea se escogiera el rumbo de la comunidad.

La asamblea popular era la expresión de la mayoría capaz de ejercer el voto en ella (“ciudadanos varones”), misma que por votación democrática y mayoritaria condenó a muerte a Sócrates. Estas asambleas populares no tenían limitaciones a su poder de decisión y “los derechos individuales no eran sagrados en teoría ni gozaban de protección en la práctica” (Fareed Zakaria: El futuro de la libertad, 32). El individuo estaba desprotegido ante las mayorías.

La libertad con un concepto más cercano a como lo conocemos hoy, más bien nos fue legada por Roma. Los romanos construyeron una idea de libertad en el cual todos los ciudadanos deben ser tratados igual ante la ley, con rudimentos de limitación del poder del Estado.

La ley de las XII tablas fue la solución jurídica para dar certeza en las decisiones de los tribunales, procurando unas normas escritas que igualaran a los ciudadanos ante la ley, dejando de lado el uso consuetudinario de las normas, lo que implicaba decisiones clasistas, que solo favorecían a la clase dirigente -los Patricios-, frente a la mayoría desposeída y, hasta entonces, sin representación política ni igualdad jurídica: Los Plebeyos.

Es decir, de Grecia heredamos la filosofía, la literatura, el teatro, la poesía y el arte; de Roma tenemos el Derecho, los fundamentos del sistema jurídico occidental, el inicio de la limitación del poder político del Estado y los balbuceos del sistema democrático por “su Gobierno dividido en tres ramas, la elección de funcionarios para un periodo prefijado y el énfasis en la igualdad ante la ley” (Ibíd., 33).

Ahora bien, la democracia y el imperio de la ley necesitan de una clase dirigente a la altura de las circunstancias. “Las tradiciones jurídicas que habían sido cuidadosamente edificadas durante los años de la República romana se derrumbaron durante la decadencia del Imperio”. Por esto “se necesita algo más que las buenas intenciones de los gobernantes, porque pueden cambiar (tanto las intenciones como los gobernantes). Son necesarias instituciones sociales cuya fuerza sea independiente del Estado”. (Op. Cit. 33).

Es decir, para el fortalecimiento de la democracia y el mantenimiento de la libertad, es necesario el equilibrio de poderes e instituciones, tanto públicas como privadas, tan sólidas que sirvan de contrapeso al ejercicio – o intento de ejercicio- indiscriminado y desproporcionado del poder.
Libertad y democracia no siempre andan juntas, pueden tener deficiencias, decidir la muerte de Sócrates en Grecia o hundirse en formas burocráticas en Roma.

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