Se han cumplido ya más de cien años del nacimiento de Juan Rulfo y todos sus muertos siguen vivos. Yo estudiaba en Monterrey cuando emprendí aquel viaje alucinante hacia “El llano en llamas” y el desolado “Pedro Páramo”. El hecho de vivir y conocer un poco a México me permitió apreciar la esencia, la autenticidad del paisaje, los variados matices de la oralidad literaria tan característica de su obra.

Lo primero que llama la atención es la densidad poética que invade todas las narraciones de Rulfo, la prosa poética cincelada y perfecta, “sombríamente poética”, la amargura existencial de tantos personajes derrotados por la vida y las circunstancias, la fuerza telúrica sobre la que se sostiene todo el entramado, la que da vida y muerte a todos los muertos vivos y vivos muertos que desfilan por el escenario. Ese difícil escenario en que a veces se hace difícil o imposible distinguir a unos de otros. El típico escenario rulfesco.

Rulfo describe el paisaje rural y semi rural de un México innombrable con objetividad y serenidad, aparenta ser un observador desencantado, objetivo, distante. Tanto así que, en opinión de Eduardo Lizalde, “no toma partido; simplemente busca en ese ambiente oscuro y deprimente los temas y los personajes para hacer (…) literatura. El caminar pesimista de Juan Rulfo por las veredas que transitan sus personajes lo convierte, más bien que en un delator de nuestras miserias, en un frío reportero que alimenta sus noticias con los hechos que se le presentan con mayor facilidad y frecuencia” (México en la cultura, 11 de julio de 1954).

La verdad es que no hay nada de frío en la visión alucinada de Rulfo. La verdad es que nadie como él y el casi olvidado José Revueltas han recreado con tanto tino la atmósfera opresiva, el ambiente desolador, la miseria en que vegetan, se consumen, se pudren en vida esos seres sometidos al abuso, la vejación, la denigrante arbitrariedad de terratenientes y caciques que obedecen sólo a sus propias leyes e imponen muchas veces sobre las masas de desposeídos un régimen de terror. Es como un gran mural que representa a un México miserablemente surrealista. El México profundo.

El autor de “Pedro Páramo” no alza la voz, no incurre en estridencias, no se altera, raras veces se inmiscuye en la narración, pero con esa forma “fría y distante” de decir las cosas se acerca más al meollo del drama de sus personajes. Desde el primer párrafo se aproxima visualmente y bosqueja, define con pocas pinceladas el ritmo y el asunto de la narración:

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. ‘No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte’.

Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
“Todavía antes me había dicho:

—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.

—Así lo haré, madre.

Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala”.

El estreno de la novela no fue muy auspicioso. Incluso el manuscrito fue objeto de críticas despiadadas por parte de algunos que tuvieron el privilegio de leerlo antes de su publicación:

“Miguel Guardia -cuenta Rulfo- encontraba en el manuscrito sólo un montón de escenas deshilvanadas. Ricardo Garibay, siempre vehemente, golpeaba la mesa para insistir en que mi libro era una porquería.

“Coincidieron con él algunos jóvenes escritores invitados a nuestras sesiones. Por ejemplo, el poeta guatemalteco Otto Raúl González me aconsejó leer novelas antes de sentarme a escribir una. Leer novelas es lo que había hecho toda mi vida. Otros encontraban mis páginas “muy faulkerianas”, pero en aquel entonces yo aún no leía a Faulkner” (Excélsior, 16 de marzo de 1985).

Edmundo Valadés fue, en principio, uno de los pocos que celebró la obra como todo un acontecimiento en las letras mexicanas. En aquellas “escenas deshilvanadas”, en aquel “libro de porquería”, en aquella madeja de acontecimientos, en aquel caos aparente todo está organizado al milímetro, nada falta ni sobra, todo se rige y corrige por un perfecto mecanismo de relojería onírica:

“Desconcertante, lista a inquietar a la crítica, está ya en los escaparates la primera novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo, que transcurre en una serie de transformaciones oníricas, ahondando más allá de la muerte de sus personajes, que uno no sabe en qué momento son sueño, vida, fábula, verdad, pero a los que se les oye la voz al través de la ‘perspicacia despiadada y certera’ de tan sin duda extraordinario escritor. Rulfo, que se reveló como una realidad sorpresiva y auténtica en nuestras letras, con su libro de cuentos ‘El Llano en Llamas’, muestra de nuevo sus tamaños literarios, su fantasía que juega con la realidad en un contrapunto fascinante, con una cierta manera kafkiana —y dicho esto sólo tratando de hallar una referencia que en nada empaña la propia originalidad de Rulfo—, con ojos sombríos que nos hacen recordar la misma mirada de José Revueltas , pues a ambos los emparenta el hurgar hasta ahora nada más en lo más siniestro del alma del mexicano…” (Novedades, 30 de marzo de 1955).

Muy lento fue, sin embargo, el despegue de “Pedro Páramo”. Incluso el jefe de producción de la casa editora se refería a la obra en términos poco menos que impiadosos, por no decir despiadados:

“En la Revista de la Universidad el propio Alí Chumacero comentó que a Pedro Páramo le faltaba un núcleo al que concurrieran todas las escenas. Pensé que era algo injusto, pues lo primero que trabajé fue la estructura, y le dije a mi querido amigo Alí: ‘Eres el jefe de producción del Fondo y escribes que el libro no es bueno”. Alí me contestó: ‘No te preocupes, de todos modos no se venderá’. Y así fue: unos mil ejemplares tardaron en venderse cuatro años. El resto se agotó regalándolos a quienes me los pedían” (Juan Rulfo, Excélsior, 16 de marzo de 1985).

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