Fernando de los Santos (La Soga), el hombre al que se le atribuye la comisión de 35 asesinatos, fue presentado a la justicia y al salir del tribunal declaró: “Tranquilo, que todo va a salir bien”. Con frialdad, se mostró muy confiado de que recobrará la libertad.

Bien vestido, con unos lentes de sol, de marca, parecía denotar que nada le perturba, pese a los cargos que se anuncian por los medios. Podría tener sus motivos si se considera que después de 20 años en la Policía un día dejó sus pertenencias y “desapareció” cuando supo que podría ser procesado por acusaciones criminales.

Lo que se dice en Santiago es que La Soga siempre estuvo al alcance de la Policía, pero que esa institución rehusó cumplir la orden de arresto que la Fiscalía emitió en 2011. De hecho, en las redes sociales circularon fotografías que lo mostraban en algunos sitios públicos, como galleras, donde acudía a disfrutar las peleas de gallo, una de sus aficiones.

Si efectivamente este personaje se paseaba sin problemas por las calles pese a que estaba en rebeldía ante la ley, su detención ahora podría obedecer a un rompimiento de uno de los códigos en las filas policiales: la protección y el encubrimiento.

Lo interesante sería que ya en manos de la justicia, el Ministerio Público sustente debidamente los cargos. Para eso necesitará tiempo y la colaboración de los familiares de las víctimas.

Si no actúa de esa forma, entonces La Soga se vería felizmente en la calle, con la tranquila certeza de que “todo saldrá bien”. De esa forma, su apresamiento pasaría a ser una suerte de legitimación de un hecho público: que andaba por ahí pese a los señalamientos que sugerían que junto a otros agentes cometió crímenes bárbaros, sea en la amplia franja de la violencia que siempre ha ejercido la Policía o por encargo.

Es necesario que el Ministerio Público fundamente el caso con calidad. Para eso requiere que los jueces concedan el plazo adecuado para que la madeja pueda ser deshilada. Y se haga justicia.

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