Iniciado ya el episodio final de mi vida, me corresponde recordar y elevar hasta principio humano los intercambios éticos que sostuve desde siempre con mi madre Hilda Badía Espaillat. Leo desde gratos recuerdos nuestras conversaciones sobre el mañana de la descendencia que me tocó encabezar, la rama Taveras Rodríguez-Badía Espaillat del frondoso árbol genealógico familiar. Soy padre de once hijos, la última Hilda Sophía Taveras Rossi, de 10 años, el anterior inmediato es Fabio Thomás, quien el día 28 del presente mes será ciudadano, nombre elegido como protesta a la renominación de nuestra primada universidad que nos llevó a ser miembros de jauría divina al tiempo de extrañarnos de la recepción de máxima sabiduría, sin siquiera contar la falsía de continuidad histórica. El más temprano recuerdo de los coloquios con mi madre es de apenas unos pocos días anteriores al terremoto del 4 de agosto de 1946 cuando aun residíamos en nuestra ciudad natal de Moca y era la familia Castaños Espaillat, encabezada por el padrino de mi madre, León Castaños esposo de Dilia Espaillat Espaillat, hermana de mi abuela Sofía Esther, quienes vivían con sus hijos Julio César, Servio Tulio y Blanca Ligia, nuestros vecinos más cercanos. Caminábamos hacia el hogar de mi abuelo Patricio Badía cuando nos topamos con una trulla de niños pertenecientes a familias de recursos escasos. Detuvimos el paso para observar el grupo. De pronto mi madre comentó, “Dios si es injusto; poca gente lo tiene todo, todo lo que quiere, y tanta gente que nada tiene y que lo único que de a mucho le toca es el hambre”. Acababa yo de cumplir siete años de edad y eran mis principales lecciones las de los curas que oficiaban los ritos de la iglesia católica, para quienes la mera mención de Dios era grave pecado. Mi sorpresa hizo que le preguntara el porqué ella creía que los pobres eran obra de Dios. Solo me respondió ordenando mi silencio y prometiéndome rescatar el tema en otra ocasión. El fuerte terremoto de magnitud 8.1 en la escala de Richter que unos pocos días después de la visita a mi abuelo sacudió la isla, profundizó la convicción del enlace entre la obra divina y el infortunio; es decir, el envío de Dios del terremoto como castigo a la maldad del dominicano, como cuenta el Antiguo Testamento castigó Yahvé al pueblo de Israel con el diluvio universal. Así se llenó el espacio público de procesiones, ofrendas, promesas de enmienda, cirios encendidos, golpes de pecho y sumisión de rodillas. Nueve meses habían pasado cuando volví a conversar con mi madre después del terremoto, precisamente el día que cumplí ocho años de edad el 30 de junio de 1947, pero ya había olvidado que teníamos como pendiente el concepto de lo que es o no es obra de Dios. Un día lo recordé y de sopetón le pregunté, “mami, ¿qué significa obra de Dios?”. Me miró como extrañada de que le formulara tal pregunta, pues vivíamos entonces en una finca grande localizada en la zona rural entre San Francisco de Macorís y Pimentel, sin acceso a templo religioso alguno. Repite la pregunta mi hijo. “Qué significa obra de Dios”, dije. Respondió: “obra de Dios es frase que usan quienes pretenden conocerlo todo para explicar lo que ignoran”. Los de la rama genealógica que encabezo no conocimos a nuestra abuela progenitora, pero sí a su madre Elvira Espaillat, madre de José, Urías, Lidia, Dilia y Sofía.

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