En mi artículo anterior hablaba y sigo hablando de una famosa injuria que en beneficio de José Santos Chocano -el supuesto “Cantor de América- pronunció Vargas Vila en una ocasión que el genio tenebroso de Borges convirtió en memorable.

Lo que más llamó la atención y produjo comentarios fue el trato al parecer desconsiderado que se otorgó a Chocano.

Henrri Cuello Ramírez, por ejemplo, se hizo eco de una socorrida opinión, según la cual “a la larga, los detalles anecdóticos de la vida de un escritor de fuste importan menos que la grandeza y conjunto de su obra; más aún que su propia concepción ideológica (…) La obra es lo esencial, todo lo demás es prescindible”.

Henrri Cuello Ramírez tiene su buena parte de razón. La obra es lo esencial, desde luego, pero existe una profunda relación arte-vida que muchas veces es evidente y a veces aparece difuminada, intangible, y esa correlación no es prescindible. Me refiero a algo sobre lo que escribí hace ya muchos años en relación al poeta kafkiano y salvadoreño llamado Roque Dalton:

“El contexto particular en que se desenvuelven la vida y obra de Roque Dalton favorece la hipótesis de que entre el hombre y el artista puede establecerse una identidad total. Esto no significa que el Quijote sea exactamente Cervantes, aunque resulta evidente que la esencia del Quijote es la esencia misma de convicciones profundas de Cervantes. No se trata, naturalmente, de plantear aquí un burdo problema de equivalencia biográfica arte-vida. Es más bien un problema de coordenadas históricas y culturales. Lo que es un artista lo dice su obra y también lo dice su vida, pero no en términos biográficos sino en términos de experiencia total, o sea, en términos de equivalencia ética y estética. Desde este punto de vista, separar la vida y la obra de un autor resulta, por lo demás, un esfuerzo inútil. El arte es siempre producto de la experiencia total de un autor. De aquí la inseparabilidad del código ético y estético.

“Yo llegué a la revolución por vía de la poesía’, dirá Roque Dalton en una de las brillantes páginas de “Taberna y otros lugares”… ¿No cabe decir?: Y viceversa”.

El problema -según Cuello Ramírez- “se presenta cuando el crítico, armado con su ideología, de derecha o de Izquierda, empieza a descalificar al artista en nombre de su todopoderosa ideología, lo que no deja de ser miopía, en todos los sentidos…Si a Cervantes vamos, no hubo escritor más obsecuente que Cervantes con la Monarquía de la época. …no así Don Quijote (…) Se podría afirmar que Don Quijote es, de alguna manera, la negación de Cervantes”.

Cervantes fue, ciertamente, un infeliz que tuvo que plegar la cerviz, pero no hay en su obra nada plegadizo, en ella deposita toda su gigantesca humanidad y la crítica más corrosiva. El Quijote es la encarnación del código-ético-estético de Cervantes.
El código ético-estético de Camus destila humanidad por todos los poros de sus libros.

El código ético-estético de Celine destila desprecio por la humanidad, destila fascismo y es fascista.

El código ético-estético es inseparable de la obra. Trate alguien de separar el código ético-estético de la obra de José Martí.

Independientemente de la “todopoderosa ideología” del crítico, la poesía de Chocano obedece a un código ético-estético servil, su obra es muchas veces un canto a la conquista, aunque no por eso deje de ser buen poeta, buen poeta servil, grandilocuentemente servil.

Los poetas y artistas engreídos pretenden ser seres especiales cuya condición los sitúa, los reviste de un manto de impunidad por encima de la moral, de la ética y las leyes, incluyendo las de la física. Chocano era uno de ellos.

Su papel en la historia de la literatura no hace más que disminuir y pocos son los que hoy día lo celebran. Incluso un crítico tan equilibrado y sereno, tan libre de sospechas como Arturo Torres Ríoseco, lo somete al más severo juicio histórico literario, y el veredicto dista mucho de ser halagüeño.

José Santos Chocano (1575-1934)

Ahora que ha muerto el poeta laureado del Perú es un deber dedicarle el estudio que siempre le negamos a causa de que su vida fue la negación del ideal que nos hemos formado de la misión del poeta. Ideal demasiado alto tal vez para los que se dedican al trato con las Musas en América. Vida violenta fue la suya, más de lo que conviene a un cultivador de la belleza. Nació, según él, al rumor de la trompetería, y los años de su infancia fueron de lucha y de fragor:

Cuando nací, la guerra / llegaba hasta la sierra / más alta de mi tierra; / y al poner de repente mi pie dentro de un charco de sangre, el charco hirviente / con una de sus gotas me salpicó la frente.

Entre luchas, cárceles y amores pasó su juventud, y ya hombre rodó diez y siete años por tierras de América y de Europa. Conquistó mujeres, se batió en duelos, fue juglar elegante en ateneos, teatros y salones. En la mitad de su camino se detuvo y cantó:

Hace ya diez años / que recorro el mundo. / ¡He vivido poco! / ¡Me he cansado mucho! / Quien vive de prisa no vive de veras, / quien no echa raíces no puede dar frutos.

Aduló a los tiranos de nuestro continente y se hizo pagar bien su adulación. En Venezuela cultivó relaciones con Juan Vicente Gómez; en México siguió a Pancho Villa y fue su consejero; en Guatemala fue hombre de confianza de Estrada Cabrera, y después de la caída del tirano, el poeta fue condenado a muerte. Su prestigio lírico le salvó. Vuelto a su tierra natal, logró ganarse la protección del dictador Leguía y fue coronado poeta oficial del Perú, en medio de escenas operáticas y estruendosos discursos.
Convertido en el más ruidoso defensor de lo que él llamaba la dictadura organizadora y en el cantor de las glorias peruanas, Chocano fue el impugnador de las ideas liberales con que José Vasconcelos conquistaba a la juventud universitaria de América.
Terció en la discusión el brillante pensador limeño Edwin Elmore, discípulo de Vasconcelos, y después de serios altercados, Chocano asesinó a Elmore, al ser agredido por este. Se le condenó a tres años de prisión, pero fue indultado una vez más, gracias a las súplicas de los escritores amigos y al poder omnipotente del déspota. Vientos contrarios le llevaron a Chile, país por el cual Chocano nunca sintió gran simpatía y que ahora le recibió con su tradicional hospitalidad. Allí vivió estos últimos años. Alguna vez trató de atraerse la buena voluntad del nuevo caudillo de su patria, Coronel Sánchez Cerro, pero sin resultados.

Desilusionado tal vez de su teoría de las dictaduras organizadoras se dedicó a preparar nuevas ediciones de sus poemas y a la búsqueda de tesoros ocultos. Durante mi estada en Santiago en 1932, oí decir con cierta sorna que Chocano andaba buscando oro a orillas del río Mapocho. Alguna verdad debió de haber en esto porque el mismo Chocano me habló con seriedad del asunto y porque ahora el poeta acaba de caer asesinado por uno de sus propios compañeros que le acusaba de no haberle entregado su parte del tesoro. La muerte de Chocano parece un episodio sacado de las página de “Treasure island” de Robert Louis Stevenson.

Chocano vino al mundo de las letras hispano-americanas demasiado tarde, cuando ya nuestros intelectuales conocían la aristocracia lírica de Mallarmè y la vaga melancolía de Verlaine, aquel que le cortó el cuello a la elocuencia. Bien pudo algún crítico equivocarse al augurar el futuro de nuestra poesía tomando como base de sus juicios el romanticismo matizado de Gutiérrez Nájera, el objetivismo inquietante de Silva o la rara perfección técnica de Rubén Darío. Se presentía a fines de siglo una época de lirismo finamente sensual, de misticismo y de novedades y rarezas de expresión. Parecía que ya la grandilocuencia huguesca, el delirio poético, el frenesí pasional, eran cosas del pasado, cuando de repente aparecen esos últimos románticos de América, nerviosos y desorbitados, cuyos Pegasos van dando saltos, entre riscos y cumbres. Pedro Antonio González, Salvador Díaz Mirón, José Santos Chocano. La obra de estos poetas significa un retroceso de más de medio siglo hacia las fórmulas gastadas de los poetas revolucionarios y libertarios de los cantores de la independencia y de los enemigos de la tiranía, José Mármol, José Joaquín de Olmedo, José María Heredia. Verdad es que no se había interrumpido esta tradición de poetas grandiosos y que en la república Argentina, país tan alejado del Trópico, tuvo representantes tan destacados corno Olegario Andrade y Almafuerte. Pero de todos estos poetas, discípulos del Divino Herrera, del Divino Quintana o del Divino Espronceda, ninguno tan fogoso, tan altisonante, tan olímpico como José Santos Chocano. (Arturo Torres Ríoseco, “José Santos Chocano”) (http://www.jstor.org/stable/30200691?seq=1#page_scan_tab_contentso).

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