Otra vez la ley de partidos

En nuestro país, hay temas de interés nacional que suelen repetirse con tanta frecuencia que a la postre no aportan nada significativo al debate que realmente debería ocupar importantes espacios en los foros de discusión o en los medios de comunicación.

En nuestro país, hay temas de interés nacional que suelen repetirse con tanta frecuencia que a la postre no aportan nada significativo al debate que realmente debería ocupar importantes espacios en los foros de discusión o en los medios de comunicación.

Y me permito citar el proyecto de ley de partidos, con más de diez años de haberse sometido a la consideración del Congreso Nacional sin que todavía haya sido sancionado por ese órgano legislativo. Nada nuevo, a juzgar por las incontables veces que este retraso ha sido puesto en el tapete, principalmente en zafras electorales.

Las razones políticas por las que este proyecto no ha sido aprobado (a diferencia de otras piezas ungidas con el voto presuroso de nuestros representantes) bailotean entre excusas risibles y discursos prefabricados, que tampoco convencen a una sociedad que exige control para el comportamiento de los políticos y los partidos que sustentan sus carreras.

Sin embargo, sí hay motivos que explican el por qué a la clase política poco o nada le ha interesado aprobar la ley de partidos, y uno de ellos es precisamente el establecimiento de una cultura política acostumbrada al desorden y a la marcada renuencia de aceptar regulaciones externas a su propia estructura.

Las consecuencias derivadas de esta conducta son harto conocidas, por lo que no quiero caer también en repeticiones que igual terminarían fastidiando a quienes cada semana me honran con su valiosa lectoría.

Después de todo, siempre valdrá la pena cada esfuerzo encaminado a poner orden donde nunca ha habido, como el que hace la Junta Central Electoral al intentar detener la alocada y absurda competencia para definir candidaturas con miras a los comicios de mayo del 2020.

Una ley de partidos debidamente consensuada, con puntos específicos de regulación y control no sujetos a interpretaciones “medalaganarias”, evitaría a los honorables jueces de la JCE dedicarle tiempo a llamados de atención de esta naturaleza, cuando su labor debería concentrarse en seguir fortaleciendo las competencias institucionales inherentes a sus objetivos fundamentales.

Pero la ausencia de un instrumento legal que vigile y sancione las inconductas políticas obliga a esa entidad a asumir una función que su propia ley orgánica todavía le faculta.

“Lo que es igual no es ventaja”. Eso es cierto, pero a los políticos del patio les conviene más obviar la carga semántica de este dicho popular que asumir responsabilidades que trasciendan las fronteras de sus parcelas partidarias.

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