Estados Unidos está pagando el pecado de elegir a un ciudadano que a todas luces no está capacitado para dirigir una nación tan importante. Rememora la historia de un personaje que suplantó la personalidad de un artista sin siquiera conocer cómo se tomaba un pincel. Convenció a la gente de que como empresario de éxito con igual facilidad podría conducir el país.

Su discurso generador de empatías entre los trabajadores, entre los nacionalistas y los blancos, de desprecio hacia los latinos y otros inmigrantes, a veces degradante hacia las mujeres, persistente en sus afirmaciones de que “devolvería la grandeza a la Nación”, haciendo que las empresas reinvirtieran en el territorio, logró imponerse, para algunos con la colaboración de agentes rusos.

Y es el Presidente. Durante las 28 semanas y días que lleva en la Casa Blanca ha generado disonancias muy extendidas entre los norteamericanos, y miedo e inquietud en el mundo. Las amenazas a Corea del Norte confirman la liviandad que rige en Washington, incapaz de imaginar el impacto de un conflicto bélico en la península coreana y China.

En Latinoamérica ha humillado al presidente de México y acaba de amenazar con una “solución” militar en Venezuela. Antes se desentendió del más importante acuerdo global para atenuar los efectos del cambio climático conocido como el Acuerdo de París.

Ahora, en su natural vocación al desasosiego y al absurdo, asociada a sus primarios e inocultables sentimientos de odio y prejuicios raciales, ante una agresión injustificada contra manifestantes pacíficos contra los supremacistas blancos, adopta una conducta incomprensible e impropia de la dignidad de un presidente estadounidense.

La falta de honestidad para condenar clara y rotundamente la agresión fascista en Charlottesville, su tolerancia hacia el Ku Klux Klan, lo han llevado a un aislamiento total. Repudiado por los expresidentes Bush, Clinton, y obviamente Obama y líderes del Partido Republicano, y una amplia franja del pueblo norteamericano, y desde Londres, por la primera ministra Teresa May, quien proclamó que “la extrema derecha siempre debe ser condenada”.

Vergüenza es lo que debe sentir el extraordinario pueblo de los Estados Unidos al verse gobernado de esta forma por Donald Trump.

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