En los últimos meses, el ímpetu de la derecha antiglobalización ha amainado al calor de varias derrotas importantes. El triunfo electoral de Emmanuel Macron en Francia frente a Marie Le Pen del Frente Nacional fue el último revés. Hace algunas semanas lo fue el resultado electoral adverso para esa ala en las elecciones en Países Bajos.
En Estados Unidos, el impulso proteccionista también ha perdido mucha energía. En este momento, hay un evidente repliegue de ese discurso y los bramidos del Presidente Trump se han venido apagando al calor de realidades productivas e institucionales que han hecho evidente las dificultades que éste enfrenta para transitar por un camino como ese, aunque también por los terribles problemas políticos a los que Trump se viene enfrentando.
La renegociación del NAFTA
Es cierto que la semana pasada Trump notificó formalmente al Congreso de su país el propósito de renegociar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, o NAFTA por sus siglas en inglés) del cual forma parte junto a México y Canadá. Aunque la lectura superficial de la información sugeriría que Donald Trump avanza en su agenda antiglobalizadora, un repaso más detenido apunta más bien a lo contrario. La misiva del Presidente al Congreso de Estados Unidos no habla de “corregir” sino de modernizar, en referencia a la necesidad de incorporar un conjunto de temas que han venido emergiendo a lo largo de este casi cuarto de siglo de vigencia del acuerdo, y que pueden ameritar un tratamiento normativo en los acuerdos comerciales.
Esos temas son precisamente algunos de los más innovadores que aparecen en la propuesta del Tratado Trans-Pacífico, del que Trump hizo renegar a Estados Unidos en noviembre pasado. Los más destacados son el comercio electrónico, las políticas de competencia, el comportamiento de las empresas estatales, las pequeñas y medianas empresas, temas vinculados al desarrollo y el fomento a un crecimiento de base amplia, medidas a favor de la transparencia y la lucha contra la corrupción, y la actualización de las disposiciones en materia laboral y medioambiental. Se trata de un acuerdo de nueva generación que amplía el espectro de temas sujetos a normativas y que apunta a profundizar la transnacionalización de la economía, de la política económica y de las políticas públicas en general, sujetando aún más su ejercicio a acuerdos supranacionales.
En la negociación es posible que Estados Unidos logre sacar algunas concesiones de sus socios, especialmente de México, quizás en el ámbito del comercio automotriz y otras manufacturas, buscando que Trump pueda tener algún “trofeo” que mostrar a nivel político. Pero difícilmente habrá un giro drástico en la política comercial o algún cambio importante que, desde ese ámbito modifique los densos tejidos económicos transnacionales tejidos a lo largo de las últimas décadas.
Los cambios necesarios
A pesar de eso, la presión política sobre la nueva arquitectura económica global se prolongará porque los excluidos de ella continuarán siéndolo, a menos que se empiecen a hacer las cosas de otra manera, y que la protección social, la educación y la salud pública, la vivienda, y el fortalecimiento de las habilidades laborales de las personas y sus capacidades para aprender e innovar se conviertan en temas de altísima prioridad pública. Son esas las políticas las que habilitan a las personas para adaptarse y responder a los desafíos de un entorno cambiante.
También es importante preservar espacios de política a nivel nacional. La integración económica internacional no sólo es una realidad concreta sino que también puede ser una fuente para un bienestar amplio. Los acuerdos económicos internacionales le dan certidumbre a esas relaciones y proveen un marco normativo que contribuye a evitar la discrecionalidad y el abuso de poder por parte de los países más grandes y poderosos. Pero cuando esos acuerdos arrebatan a los países de instrumentos críticos para promover la transformación productiva y la equidad, se convierten en trampas que comprometen el desarrollo. Por eso, si hablamos de reformar los acuerdos comerciales internacionales, hay que pensar principalmente en eso, en especial para los países de menor ingreso cuyas capacidades productivas continúan siendo muy bajas e incapaces de proveer una base material mínima para el
bienestar amplio.
El peligro: la carrera hacia abajo
En ambos casos, se trata de reformas de largo plazo. Mientras tanto, difícilmente Trump se quedará tranquilo. Buscará alcanzar victorias más contundentes en materia de industria y empleo para evitar que sus bases de apoyo continúen erosionándose. Y la forma más inmediata de lograrlo es impulsando un drástico recorte impositivo y tratamientos tributarios excepcionales para las corporaciones que trasladen sus operaciones manufactureras a Estados Unidos.
Este es probablemente uno de los riesgos más grandes en este momento, porque una movida de ese tipo puede desatar una “carrera hacia abajo”. A fin de evitar la fuga de empresas desde sus territorios hacia Estados Unidos, muchos países podrían hacer lo mismo, o podrían sentirse tentados a proveer subsidios o incentivos adicionales en los casos donde ya no hay más impuestos por recortar. El riesgo es particularmente elevado para países como México, los de Centroamérica y la República Dominicana en los que la Inversión Extranjera Directa (IED) en manufacturas que se origina en Estados Unidos es la de mayor peso.
Un escenario como este arrastraría a no pocos países a una corrida que debilitaría aún más las bases fiscales sin que se generen nuevos beneficios porque lo único que haría sería tratar de contener la huida. Las claras ganadoras serían las corporaciones, aquellas que se muevan y aquellas que no, porque verían mejorar sus estados financieros gracias a los subsidios públicos. Otros resultados, incluyendo el de los empleos, serían inciertos. Estados Unidos apostaría a crear empleos manufactureros en su territorio recortando impuestos, pero si el resto de los países responde haciendo lo mismo u otorgando subsidios, puede que no pase mucho, más que la transferencia de dinero público hacia esas corporaciones.
Las desastrosas implicaciones fiscales se podrían traducir en más deuda pública y tasas de interés más elevadas, recortes de empleos y servicios públicos, y menor dotación de infraestructura pública. En pocas palabras, menos servicios económicos, y menos protección y servicios para la gente, a quienes la política supuestamente quería apoyar en primer lugar.
Fuimos testigos de algo como eso en los ochenta y noventa cuando, en su afán por atraer inversiones y capear la crisis de los productos primarios de exportación, muchos gobiernos de países en desarrollo (e incluso de países ricos) introdujeron generosos esquemas fiscales como los de zonas francas. Aunque en varios casos contribuyó a salir del bache, estos esquemas han dejado atrapadas a muchas economías, liberando a amplios sectores económicos de las obligaciones tributarias, contrayendo las bases fiscales y haciendo a los Estados más pobres.
El de la “carrera hacia abajo” es el peor de los mundos porque deja a todo el mundo peor que como inició. Hay que resistirse a caer en esa trampa. Hay alternativas, pero eso ameritaría otro espacio.