La tumba de los imperios: Gran Bretaña en acción (3)

La brutal conquista de Afganistán por Alejandro Magno en el siglo tercero a.C. permitió a la larga la fusión de las culturas griegas, la iraní y la india, y el florecimiento de una refinada civilización que ha dejado su huella a través de los…

La brutal conquista de Afganistán por Alejandro Magno en el siglo tercero a.C. permitió a la larga la fusión de las culturas griegas, la iraní y la india, y el florecimiento de una refinada civilización que ha dejado su huella a través de los siglos. Un fenómeno que recibió, quizás injustamente, el nombre de helenismo, ya que los griegos, los helenos no eran precisamente los más avanzados.

El país fue conquistado más adelante, durante los primeros siglos de nuestra era, por el budismo. A ese período memorable pertenecían las estatuas gigantes (“clásica mezcla del arte greco-budista”) de los budas de Bamiyan que los talibanes dinamitaron hace unos años.

Luego le tocó el turno a los árabes, que ocuparon el país en el siglo VII, no sin enfrentar una feroz resistencia “que impidió una conquista completa e hizo que la islamización fuese muy lenta.”

Entre los siglos XI y XII brilló otra civilización comparable a la del Afganistán budista, que sucumbió aparatosamente ante las hordas de Gengis Khan (1221-1222). Éste castigó con saña la resistencia que opusieron los siempre valientes afganos, pero lo peor no había pasado. Detrás de Gengis Khan vendría el cojo más famoso y más temible de la historia (con perdón de Goebbels). Me refiero a Timur el cojo, es decir Timur Lang o Tamerlán:
“A las devastaciones mongolas se añadieron las de Timur Lang (Tamerlán), quien se hizo coronar en Balj, en 1370. Este fue culpable, entre otras cosas, de la ruina del importante sistema de riego, de lo que ya no se recuperaría jamás”.

“La decadencia de los mogoles y el debilitamiento de los safawi, a principios del siglo XVIII, hicieron que las inquietas tribus afganas recuperaran sus libertades y permitieron el nacimiento del Afganistán moderno… Afganistán se convirtió en Estado tapón entre los imperios británico y ruso”.

Y vino el turno de los ingleses, los invencibles, prepotentes ingleses que se lanzaron a la guerra contra el despreciable país tribal con gran espíritu deportivo, como si de un picnic se tratara.

“La Primera guerra anglo-afgana se
desarrolló entre 1839 y 1842, ante el temor británico de que la esfera de influencia
rusa se extendiera a las fronteras indias”.

Sólo uno regresó vivo.

He aquí la versión de Hugo a Cañete
Un viejo problema sin solución moderna
Aunque Alejandro abandonara la región para no volver, la cultura helenística llegó para quedarse, y prueba de ello son los numerosos restos arqueológicos y los abundantes elementos helenizantes que perduran actualmente en la cultura de estos pueblos. Durante el periodo de dominación helenística, diádocos y epígonos gobernaron aquellas tierras, vertebrando las rutas comerciales que unirían en los siglos posteriores occidente con el extremo oriente. Con el paso de los siglos, la zona sufrió otras invasiones de extranjeros, más ninguna provino de Europa. Hubo que esperar a la baja edad media para ver documentada la visita de un occidental, Marco Polo, que viajó a través de la antigua Sogdiana, siguiendo la ruta de las caravanas, también llamada “de la seda”, en su viaje hacia la corte del Gran Khan. Sin embargo, en los últimos tres siglos, algunas superpotencias de corte occidental han puesto su punto de mira en el territorio comprendido por el actual Afganistán. En orden sucesivo, han sido Gran Bretaña, la Unión Soviética y los Estados Unidos de América.

El Imperio Británico fue el primero en enviar, desde el valle del Indo, un gran ejército en 1838 con la intención de subyugar a los afganos. Según el plan británico, todo consistiría en cambiar su líder político (Dost Muhammed) por otro más proclive a los intereses de los invasores europeos (el exilado Shah Shuja). La expedición británica, compuesta por 15.000 soldados, además de pésimamente preparada, fue de lo más pintoresca. Junto a los soldados, viajaban 38.000 sirvientes, banda de música, gaitas, ponies de polo, realas de perros de caza y 30.000 camellos cargados de suministros. Por poner dos ejemplos de lo estrafalario del contingente, los oficiales de un regimiento necesitaron dos camellos solo para cargar su tabaco, siendo necesarios sesenta para acarrear sobre sus lomos las pertenencias de un brigadier.

El general Sir John Keane celebró anticipadamente el éxito de su misión en Kandahar y Ghazni, llegando posteriormente a Kabul en 1839, donde instauró a Shuja en el poder. Esta intromisión en los asuntos internos locales fue poco a poco creando resentimiento entre los nativos del país. Resentimiento que se fue acrecentando a medida que los contingentes ingleses iban regresando a la India. La espita de la rebelión saltó finalmente cuando un oficial inglés fue brutalmente asesinado. En enero de 1842, los 4.500 soldados británicos que aún quedaban en Kabul se retiraron, seguidos de 12.000 sirvientes en una “marcha de la muerte” hacia el este en mitad del crudo invierno afgano. Solamente un europeo sobrevivió a tan penosa prueba. Shuja, sin protección británica, fue asesinado en abril y el territorio se desintegró en una amalgama de tribus feudales dirigidas por caudillos locales. Dost Muhammed regresó al trono desde el exilio y las aguas volvieron a su cauce en el peculiar equilibrio afgano.

(Hugo A Cañete, “Alejandro y
Afganistán. Reflexiones nuevas para una guerra vieja”, disponible en formato
digital: http://www.gehm.es/biblio/
alejandro.pdf). 

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