El Gallego (y 4)

En compañía del Gallego, y en la soledad del recinto monacal (o por lo menos monjacal) de San Lázaro, me sentía intranquilo y curioso al mismo tiempo. Por más que me devanaba la sesera no alcanzaba a entender qué maquinaba el Gallego. La situación&

En compañía del Gallego, y en la soledad del recinto monacal (o por lo menos monjacal) de San Lázaro, me sentía intranquilo y curioso al mismo tiempo. Por más que me devanaba la sesera no alcanzaba a entender qué maquinaba el Gallego. La situación no presagiaba, no auguraba nada bueno y en la medida en que nos desplazábamos por aquel escenario de películas de suspenso se ponía peor, se iba poniendo, poco a poco, color de hormiga, o así me parecía. Era la de joderse o no haber nacido, como decía el mismo Gallego, el lema del Gallego.

¿Qué estamos haciendo aquí? le pregunté, y volvió a mirarme de reojo, sin decir palabra, con cara de machete. Pensé otra vez ¡qué vaina, sí, que vaina! Vainas y vainillas.

Unos días antes, en vísperas de una visita de inspección de un organismo de la OEA , el Gallego había convocado al mismo lugar a tres compañeros del G-4 -el grupo que estaba directamente bajo su mando-, y les ordenó que dejaran las armas en un armario casi repleto de cajas de Kotex. Luego señaló unas grandes botellas de vidrio que contenían un líquido que prometía ser gasolina, olía a gasolina y tenía que ser gasolina. Los compañeros las miraron y se miraron. El Gallego indicó que las cargaran, que las trajeran con precaución, una en cada mano, alejadas del cuerpo, se colgó en el hombro izquierdo un grueso rollo de soga, les pidió secamente que lo siguieran y lo siguieron.

Con ellos se internaría, media hora más tarde, en unos patios arbolados en las cercanías de la iglesia de Santa Bárbara y allí hicieron un alto. El Gallego indicó por señas que permanecieran en silencio y lo esperaran. Desapareció casi de inmediato -con la soga al hombro- por un angosto y oscuro callejón. Durante un tiempo largo e indefinido no se supo de él. Cuando regresó traía solamente un cabo de la cuerda y lo puso en manos de los tres compañeros. Ordenó que tiraran, que halaran duro y con fuerzas de la cuerda y la cuerda se puso tensa, rígida. Un bulto en el otro extremo pesaba como una tonelada y apenas se movía. Pesaba como un muerto y era un muerto, lo sintieron en el aire que empezó a corromperse, en el olor podrido del muerto que llegó primero que el muerto. Había que contener la respiración, si se podía, y las ganas de vomitar, las náuseas que a todos invadió cuando lo vieron, cuando por fin lograron sacar al patio aquella enorme masa inflada, rechoncha, descompuesta. Quizás la víctima de un francotirador, de un obús de mortero, una bala perdida. El posible detonador de una epidemia.

Sólo faltaba darle un baño, un último piadoso baño con abundante gasolina. Rajarle primero los pies con un cuchillo, las piernas y los muslos y los brazos, el pecho y el abdomen, echarle gasolina por la boca, los ojos, la nariz, inundar los intestinos y la cavidad torácica, las extremidades inferiores y superiores… Arrojar desde lejos un fósforo, salir huyendo a todo vapor bajo una densa balacera…

Ahora, rememorando el lúgubre episodio y en compañía del hermético Gallego me sentía más intranquilo, qué vaina. Quemar muertos no era mi diversión favorita y menos a esa hora de la noche y bajo amenaza de fuego de mortero. Era, definitivamente, la de joderse o no haber nacido.

Mientras tanto nos dirigíamos hacia el fondo, hacia la cocina, y en la cocina se veía una pequeña nevera blanca, un tétrico refrigerador que me dio una mala impresión, me pareció de mal agüero. ¿Qué tramaba el Gallego, qué estábamos haciendo allí? Cualquier cosa podía pasar y pasaría.

En una ocasión, de la que tengo o creo tener un recuerdo muy vivo, llegó al comando a media noche en compañía de un oficial con uniforme de camuflaje, y reunió en el patio a todos los integrantes del G-4 que estábamos disponibles, unos doce o quince en total. El oficial era un tipo macizo, robusto, imponente. Tenía un porte marcial como de fisiculturista, de levantador de pesas, un pescuezo de toro, los ojos intranquilos, una mirada fiera y a la vez apacible, fieramente apacible, que inspiraba respeto y a la vez simpatía. Manolo lo presentó con un timbre de orgullo en la voz. Era el coronel Lachapelle. Héctor Lachapelle Díaz.

Lachapelle saludó, expuso brevemente el motivo de su visita, de su (para nosotros) casi alarmante presencia en el comando San Lázaro. Pidió que lo acompañáramos en una delicada misión. La misión consistía en atravesar al estilo rana, arrastrándonos por el suelo, un solar baldío, infiltrarnos en un edificio vacío de San Carlos en los alrededores del Palacio Nacional, casi nariz con nariz con el ejército del imperio, salir antes del amanecer, informar de cuanto mereciera ser informado. Preservar la vida si era posible.
La misión fracasó, afortunadamente, o mejor dicho apenas llegó a comenzar. Cuando nos encontrábamos a medio camino, atravesando el solar baldío, se escuchó el sonido inconfundible de una bengala que anunciaba la luz del día, poff, y la luz se hizo. Detrás de la bengala y su radiante luz vino el plomo, la plomería del imperio o de la llamada Fuerza Interamericana de Paz y la estampida. Tras el plomo la huida, el corredero, la destemplada fuga. Tocata y fuga.

No recuerdo si estaba a la cabeza de los fugitivos, pero de seguro me encontraba entre los delanteros. Ya era, de hecho, un experimentado, inveterano corredor, un escapista, y siempre me sorprendió la velocidad que podía alcanzar cuando me disparaban.
A pesar de todo me sentí orgulloso. Nunca antes había salido huyendo en tan ilustre compañía y por tan buenos motivos. Sin embargo, y a pesar de que un par de veces, con saco y corbata, en actos conmemorativos de la insurrección de abril he hablado con Lachapelle Díaz, no he tenido el valor de identificarme como uno de los hombres que guió en el histórico, casi heroico episodio de San Carlos.

Ahora seguía detrás del Gallego en dirección a la cocina, la fatídica cocina donde se veía una tétrica nevera y volví a preguntarle a Manolo, por favor, qué estamos haciendo aquí. Me miró con la mirada más severa que podía componer y me sentí irritado. Dije otra vez Manolo, coño, adónde vamos y esta vez me devolvió la mirada de una fiera enardecida. Se paró junto a la nevera, en actitud casi amenazante, abrió la puerta. Ya me tenía en ascuas. Pensé que por lo menos había una cabeza, cartuchos de dinamita o cualquier otro tipo de explosivos que emplearíamos esa noche en alguna misión. Pero la nevera estaba casi vacía. Sólo alcancé a ver un envase plástico de gran tamaño que me inspiró desconfianza. Intenté decir algo y el Gallego me miró, para variar, con mirada compasiva, casi humana, puso el arma sobre una repisa, me dijo que sacara dos fuentecitas y que sacara dos cucharitas de un armarito y volvió a mirarme con ojos compasivos, demorando en el trámite para redoblar el suspenso. Luego, como un buen samaritano, el jodido Gallego de mierda sacó de la fatídica nevera el envase plástico que comenzó a echar humo. Era un tarro de helado de suculento chocolate.

Y me ordenó militarmente que lo sirviera.
pcs, viernes 19 de mayo de 2017.

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