Reducir y erradicar el hambre ha sido una de las grandes metas formales que la comunidad internacional se ha trazado. Fue una de las metas concretas de los Objetivos de Desarrollo Sostenibles (ODM), vigentes hasta 2015, y lo es ahora también con los Objetivos de Desarrollo Sostenibles (ODS). Específicamente, el ODS 2 (de un total de 17), conocido como el objetivo de “Hambre Cero”, propone poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y nutricional, y poner fin a todas las formas de malnutrición.
Aunque tiene otras metas asociadas como la de incrementar la productividad y la producción agrícola, elevar los ingresos de las pequeñas unidades productivas, y lograr que los sistemas de producción de alimentos sean sostenibles, sin dudas que la pieza central del objetivo es reducir la inseguridad alimentaria y el número de personas que padecen hambre.
¿Qué es la seguridad alimentaria?
Pero, ¿qué es la seguridad alimentaria y cómo lograrla? La FAO la define como la situación en la que todas las personas tienen, en todo momento, acceso físico, social y económico a alimentos suficientes, inocuos y nutritivos que satisfacen sus necesidades energéticas diarias y preferencias alimentarias para llevar una vida activa y sana.
Eso implica cuatro cosas. Primero, disponibilidad, es decir, que haya suficiente alimento disponible en los mercados o por otras vías. Segundo, acceso, esto es, la capacidad de adquirir los alimentos. No basta con que haya. Se requiere que sea posible obtenerlos. Tercero, estabilidad. Eso significa que la disponibilidad y la capacidad de acceso sea permanente y esté asegurada y que no se interrumpa. Cuarto, utilización. Esto quiere decir que las personas puedan aprovechar biológicamente los nutrientes, a fin de lograr una vida sana y activa.
Los logros
Como muchos otros países de ingreso medio, a lo largo de las últimas décadas, la República Dominicana ha logrado avances importantes en materia de alimentación y nutrición. Para muestra, dos indicadores emblemáticos: el porcentaje de población subalimentada, y la prevalencia de la desnutrición crónica en niñas y niños menores de 5 años de edad. En ambos casos, las reducciones han sido muy significativas.
A inicios de la década de los noventa, la FAO estimó que casi un tercio de toda la población del país estaba subalimentada. Eso significa que ingería un total de calorías por día menor al nivel recomendado. Sin embargo, en años recientes esa proporción se ha reducido hasta poco más de 12%. Por su parte, la desnutrición infantil crónica, que es el porcentaje de niños y niñas que tienen una talla inferior a la esperable para su edad como resultado de una inadecuada alimentación, se redujo desde casi 21% en 1986, hasta poco más de 5% en 2013. Si se mide con la nueva escala de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el porcentaje sería de poco menos de 7%. De cualquier manera, se trata de una reducción notable.
La deuda pendiente
Sin embargo, persisten brechas muy importantes que demandan respuestas específicas. Todavía más de un millón de personas padecen hambre, y más de 66 mil niños y niñas sufren de desnutrición crónica, de los cuales más del 60% son del 40% más pobres de los hogares, mientras la prevalencia entre infantes con madres sin educación o con educación media o menos es un 40% más elevado que la media nacional, y es 2.3 veces la observada en niñas y niños de madres con educación superior.
Hay que impulsar una mayor disponibilidad de alimentos, mejorar el acceso, especialmente de quienes menos pueden, y garantizar la estabilidad de ese acceso.
Disponibilidad: un contexto problemático
En materia de disponibilidad de alimentos, el contexto está marcado por al menos cuatro elementos. Primero, la agricultura ha venido perdiendo peso en la economía. Mientras en 1991 explicaba el 12.4% del PIB, en 2015 representó el 5.4%. Aunque eso no es malo en sí mismo porque puede ser el resultado del crecimiento de otros sectores y la diversificación productiva, en nuestro caso también ha resultado de un insuficiente crecimiento de la producción agropecuaria.
Segundo, la productividad agrícola ha crecido, pero de forma limitada. En 2015, el volumen físico de producción agropecuaria por persona fue sólo cerca de 10% más elevado que en 2002.
Tercero, los incentivos para la producción de alimentos, en particular, la agricultura, son reducidos. Este es uno de los elementos que explican el limitado desempeño de largo plazo del sector. Las remuneraciones laborales en la agricultura, que son las más bajas entre todas las actividades económicas, es un reflejo de ello. Equivalen a un 70% de las remuneraciones en la industria, a algo más de la mitad de los del comercio, y al 81% de los salarios en hoteles y restaurantes.
Cuarto, el apoyo público a la agropecuaria se ha derrumbado a lo largo de los últimos 25 años. De hecho, la caída del gasto público en agricultura ha sido mucho más veloz que la caída del peso de la agricultura en la economía. Mientras en 1991, el gasto en agropecuaria explicaba cerca del 7% del gasto público total, en 2016 fue de sólo 1.7%.
Fortalecer la disponibilidad de alimentos requiere aumentar la producción y la productividad, lo que supondría una política sectorial mucho más decidida y robusta. Aunque las importaciones han permitido complementar la oferta doméstica, una profundización de ese proceso comprometería la seguridad alimentaria precisamente de quienes producen alimentos, e incrementaría la vulnerabilidad frente a shocks externos. Ya hay evidencia de un intenso incremento de los volúmenes de importación de algunos productos pecuarios como carnes. Todavía la proporción de alimentos importados en la oferta total es moderada, menos de 20%, y la capacidad de compra de alimentos importados del país es elevada porque estos representan sólo poco más del 10% de las exportaciones de bienes y servicios. Sin embargo, el peso de las importaciones es muy elevado en alimentos específicos y de mucha importancia como los cereales (cerca de 70%) y los aceites comestibles (cerca del 80%), ambos con un peso relevante en la canasta alimentaria de los más pobres.
Acceso: lo bueno y lo malo
En materia de acceso, la buena noticia es que, a largo plazo, la pobreza se ha reducido, lo que ha hecho que la capacidad de compra de los hogares se haya incrementado. Datos oficiales sitúan en la actualidad la población con ingresos menores a los de la línea de pobreza en 30%, más de 20 puntos porcentuales menos que en 2004, año donde la incidencia fue máxima. Además, en 2010 la población en pobreza multidimensional (de condiciones de vida) era de 40%, más de 30 puntos porcentuales menos que en 1993.
La mala noticia es que, a pesar de eso y aparentemente de forma contradictoria, el desempleo no cede y los salarios no aumentan, lo que hace dudar sobre la sostenibilidad de ese proceso. El desempleo es particularmente elevado entre jóvenes y mujeres. Siendo que más de un tercio de los hogares están encabezados por mujeres, y la mayoría es pobre, no sorprendería que precisamente esos representen una proporción importante de los que sufran de inseguridad alimentaria.
Precios de los alimentos: en alza e inestables
En materia de estabilidad, preocupa que en años recientes, los precios de los alimentos se hayan vuelto mucho más inestables y hayan crecido por encima de los precios del resto de las mercancías. De hecho, desde enero de 2010 hasta diciembre de 2016, los precios de los alimentos se han incrementado en un 35% más que el resto, y han sido cinco veces más inestables. Los shocks climáticos como sequías e inundaciones, que han afectado los cultivos en el país, pueden haber tenido mucho que ver con eso.
A pesar de los avances, garantizar que más de un millón de personas que hoy no comen bien tengan acceso seguro a alimentos saludables, y que no haya más niños y niñas que sufran desnutrición es una tarea enorme, aunque no imposible de lograr.
Aunque en términos generales, se necesita de un marco económico que contribuya a generar más empleos y mejor remunerados, hay que ir más lejos. Se requiere una combinación de políticas específicas, en particular agropecuarias para mejorar la disponibilidad de alimentos en general, los ingresos de los pobres rurales y la resiliencia de la producción a las emergencias, de salud que contribuya a enfrentar la desnutrición infantil, y de empleo con enfoque de género y atención particular a los y las jóvenes.
Erradicar el hambre requerirá mucho más que crecimiento económico.