La creciente inconformidad del sector agropecuario dominicano con el flujo de importaciones de alimentos, especialmente desde países del DR-CAFTA, era una “crónica de un evento anunciado”. De la adhesión dominicana al DR-CAFTA, la agricultura estadounidense fue la gran ganadora, y por oposición, la agropecuaria dominicana la gran perdedora. No toda ella, por supuesto. La emergente producción de frutas y vegetales ganó porque algunas restricciones selectivas a las importaciones de Estados Unidos fueron removidas, y esa producción fue estimulada por programas de cooperación estadounidenses. Pero la mayor parte de ella está perdiendo, a pesar de los plazos de desmonte de las barreras a las importaciones convenidos.
Esto no debe ser sorpresa para nadie. La mayor parte de las unidades productivas agropecuarias son pequeñas y precarias, la mayor parte de la producción viene de ellas, y sus niveles de productividad son muy bajos, y enfrentan severas restricciones para transformarse y competir en un mercado más abierto con unidades productivas de mucho mayor tamaño y capacidades.
Pero también perdió la limitada producción agro de mayor tamaño, la cual, a pesar de serlo, en su mayoría adolece de limitaciones tecnológicas y de otro tipo que restringen su capacidad de incrementar la productividad, reducir costos y competir.
La pequeñez, sin embargo, no es una condena. Las políticas públicas pueden contribuir a sobreponerse a los obstáculos que esto puede implicar, promoviendo la asociatividad que facilite las compras conjuntas de insumos y la comercialización, lo cual contribuye a que esas se sobrepongan a la subordinación a que están sujetas en los mercados. También promoviendo el uso compartido de infraestructuras (p.e. almacenes, infraestructura de riego y de procesamiento), y el aprendizaje tecnológico colectivo y la adopción de Buenas Prácticas Agrícolas (BPA). Sin embargo, la pequeña producción rural no sólo se enfrenta a la colosal competencia de granjeros muy bien dotados en Estados Unidos y otras partes, sino también que cargan con el pesado fardo de décadas de negligencia pública que hicieron poco por transformarla.
Los diferenciales de productividad son abismales en casi todos los rubros relevantes para la producción agropecuaria dominicana; en arroz, frijoles, crianza de cerdos y pollos y lácteos, para citar los más importantes. Estos diferenciales no son compensados por los menores costos de algunos factores productivos, en especial el trabajo, en el que una parte de la población migrante participa activamente en condiciones de desprotección y remuneraciones muy deprimidas. Desde muy temprano, justo al finalizar el proceso de incorporación del país al DR-CAFTA, y ante el fracaso de los esfuerzos por lograr algunas exclusiones o condiciones de acceso menos lacerantes para la producción doméstica, no pocas voces advertían de los potencialmente severos efectos negativos sobre la producción y el empleo rural, y sobre la necesidad de dar una respuesta productiva a la altura de las circunstancias. Difícilmente se albergaba la esperanza de contener del todo los efectos, pero al menos lograr amortiguarlos y avanzar en la reconversión productiva de muchas de estas unidades, manteniéndose en la actividad o migrando hacia otras más prometedoras.
Un estudio que tuve la oportunidad de coordinar, encontró que, en el caso de la producción de habichuelas, los diferenciales de precio entre la producción estadounidense y dominicana son tan elevados que, al final del período de desmonte de los aranceles y las cuotas, toda la producción doméstica sería desplazada por importaciones originarias de ese país, y que ninguna pequeña unidad productiva sobreviviría a esa competencia. En el caso del arroz, el estudio encontró que una parte importante de la producción, específicamente la que registra menores niveles de productividad, también sería desplazada.
A pesar de eso, después de más de una década de la ratificación del acuerdo en el Congreso Nacional, es poquísimo lo que se ha hecho al respecto, y los resultados se están sintiendo. Merece crédito el gobierno del Presidente Medina que desde 2013 puso mayor atención a la promoción del desarrollo de la pequeña producción agrícola. Sin embargo, además de que el esfuerzo no iba específicamente dirigido al objetivo de reconvertir para competir frente al desmantelamiento de la protección, llega tarde y ha sido insuficiente.
En meses recientes, sin embargo, se han intensificado las voces en reclamo de evaluar los efectos del acuerdo, revisarlo y proponer medidas de remediación. Los gremios del sector, en particular los vinculados a algunas actividades específicas, parecen hoy más activos, mejor organizados, y con una voz más articulada y efectiva. En respuesta, con mucho tino político, el Presidente ha nombrado una comisión para acometer la tarea de escuchar a los sectores, evaluar el desempeño del sector y del acuerdo, y proponer respuestas de políticas.
Una parte importante del sector está proponiendo revisar el acuerdo, presumiblemente restringiendo, al menos temporalmente, el acceso al mercado de la oferta importada. Muchos también piensan que no se han usado plenamente todos los instrumentos comerciales que el acuerdo consigna para moderar el impacto de las importaciones sobre la producción, y más aún, que parte de los efectos negativos que está teniendo el incremento de las importaciones de alimentos no tiene que ver con el acuerdo mismo, sino con la incapacidad y/o la negligencia del Estado en hacer cumplir las normativas nacionales relacionados con el comercio, como es el caso del etiquetado o el de la clasificación adecuada de las mercancías para dar el tratamiento que corresponda. Las inobservancias de reglas como éstas exacerban los impactos negativos sobre la producción de la apertura comercial.
Con respecto a la posibilidad de modificar el acuerdo para cambiar las condiciones de acceso al mercado de mercancías específicas, hay que indicar lo siguiente. Primero, que todos los acuerdos son pasibles de ser enmendados. Ninguna disposición legal es pétrea, ni siquiera la Constitución, aunque se necesita reconocer los balances de poder y las posibilidades de un esfuerzo en esa dirección. Segundo, que el DR-CAFTA cuenta con dispositivos para modificar algunos dispositivos referidos al comercio de mercancías. Tercero, que en el DR-CAFTA hay precedentes, incluso para el caso dominicano, cuando se modificaron las condiciones de acceso al mercado de Estados Unidos de ciertas prendas de vestir atendiendo a la procedencia de los materiales para la fabricación de los bolsillos.
Sin embargo, es importante tener presente que en caso de que se considere que modificar el acuerdo en materia del comercio de productos agropecuarios es ineludible, y esa es una posibilidad real, el objetivo de largo plazo de la política no debe ser la protección ni la simple sustitución de importaciones de alimentos sino más bien el aumento de la productividad agropecuaria, la modernización de la agricultura, el fortalecimiento de la capacidad para producir alimentos en cantidad y calidad con altos estándares, y el mejoramiento de las oportunidades y la calidad de vida de los hogares que participan de la agricultura, sin que eso vaya en desmedro de la de los hogares urbanos pobres.
Prolongar la protección a la agricultura (y a cualquier otra actividad) adquiere mucho sentido cuando nos aseguramos de hacer lo que no hicimos a lo largo de la última década: potenciar las capacidades productivas y competitivas, y facilitar la reconversión. Se trata de transformar el costo de restringir el comercio (precios más elevados para el consumo y una oferta más restringida), en una inversión.
Hay excepciones, por supuesto: aquellas actividades socialmente muy sensibles, y cuyos costos económicos, políticos y sociales de la reconversión sean prohibitivos. Estas también deber ser seriamente consideradas.