En tiempos electorales se acrecienta la preocupación con relación al comportamiento del gasto público. Y no es para menos. La fragilidad institucional en un contexto de fuertes incentivos políticos supone un alto grado de vulnerabilidad de las finanzas públicas al manejo discrecional de los recursos públicos por parte de quienes toman decisiones para usarlos a favor de los esfuerzos reeleccionistas del partido que esté en el gobierno, del Presidente cuando tiene opción de repostularse, y de otros incumbentes en la misma situación.
Desde el punto de vista macroeconómico, la preocupación fundamental es que el gasto total se incremente de forma significativa, y con ello que el resultado financiero, esto es, el déficit del sector público, se incremente muy por encima de lo programado. Un aumento del gasto puede impulsar, en el corto plazo, la actividad económica. Pero al mismo tiempo, al aumentar el déficit y la deuda pública, también lo hace eventualmente el servicio de la deuda pública. Además, bajo ciertas circunstancias, incrementar la demanda por financiamiento al sector público podría hacer subir las tasas de interés porque un déficit imprevisto tiende a ser cubierto con nueva deuda interna, lo que podría reducir la disponibilidad de crédito para el sector privado y hacer escasear el dinero. También, desde los enfoques económicos más tradicionales se llamaría la atención sobre el riesgo de que un gasto público acrecentado haga crecer mucho la demanda interna, contribuyendo a acelerar la inflación. Bernardo Vega ha llamado a esto el “desguañangue económico” asociado a las elecciones.
Pero, ¿qué dice la evidencia empírica? ¿Realmente los gobiernos han desguañangado las finanzas públicas de forma sistemática en todos o la mayoría de los años electorales? ¿Siempre o casi siempre aumentan desmedidamente la inversión pública con objetivos electorales en mente? Un análisis con datos fiscales para el período comprendido entre 1991 y 2015, tiempo en el que se organizaron seis elecciones presidenciales, y en tres de ellas el Presidente en ejercicio se estaba repostulando, arrojó los siguientes resultados.
Primero, en sólo dos de los seis años en los que se efectuaron elecciones presidenciales, el gasto público se incrementó de forma significativa. Estos fueron 2008 y 2012 cuando no sólo el gasto creció desmedidamente, sino también el déficit público, tanto respecto al año anterior como al programado en la ley de presupuesto. En el resto de los años, esto es, en 1994, 1996, 2000 y 2004, el gasto total aumentó poco o incluso se redujo, tanto respecto al año inmediatamente anterior como con relación a la media de los tres años anteriores al año de las elecciones.
Segundo, los aumentos del gasto en esos dos años electorales tuvieron explicaciones muy distintas. En 2008, el 70% del aumento del gasto fue debido al incremento del gasto corriente, muy seguramente asociado al incremento en el déficit y el subsidio al sector eléctrico derivado del fuerte crecimiento en los precios del petróleo de ese año. 2012, sin embargo, se ajusta perfectamente a la presunción del desguañangue empujado por el aumento de la inversión pública. Lo que pasó ese año fue uno verdaderamente extraordinario porque el gasto creció en un 25%, equivalente al 3.5% del PIB, y la inversión se multiplicó casi por dos.
Tercero, cuando se comparan los años electorales con los no electorales se evidencia que, en los primeros, los gobiernos aceleraron el gasto público, especialmente el de inversión, durante el primer cuatrimestre del año, antes de las elecciones, para luego reducirlo en el resto del año. En contraste, en los años no electorales, el gasto total y el de inversión pública son más pronunciados en la segunda mitad del año.
En otras palabras, en años electorales los gobiernos desguañangan las finanzas públicas antes del día de las elecciones para luego componer la situación después de las elecciones. La clara excepción fue 2012, año en que la desalineación fiscal fue brutal por dos razones. La primera es que el incremento de la inversión antes de las elecciones fue muchísimo más elevado que lo usual. La segunda es que el desguañangue se prolongó más allá del día de las elecciones y hasta el traspaso de mando. Esto imposibilitó “recoger” el desastre en los meses restantes, haciendo que el año haya cerrado con un déficit más de cinco veces y media más elevado que lo estipulado en la ley de presupuesto.
En síntesis, la teoría del desguañangue, entendida como el descarrilamiento de las finanzas públicas para la totalidad del año como resultado del esfuerzo electoral, es un mito. Sin embargo, la teoría parece funcionar cuando se acota para los meses antes de las elecciones. Por eso, no sólo hay que ver las cifras agregadas sino también lo que hay dentro de ellas. Hay que prestar atención a cosas como en qué se gasta y cómo se gasta. Probablemente, encontremos que antes que económico, el desguañangue es institucional.