Contestación de Balaguer a Bonnelly

Para entender esta carta, que elCaribe publicó el 18 de julio de 1978, es preciso conocer un poco los antecedentes que aquí se insinúan, pero que no están claramente establecidos para quien no conoce a los personajes involucrados y sus actuaciones&#82

Para entender esta carta, que elCaribe publicó el 18 de julio de 1978, es preciso conocer un poco los antecedentes que aquí se insinúan, pero que no están claramente establecidos para quien no conoce a los personajes involucrados y sus actuaciones en la historia dominicana, principalmente entre los años 1930 y la fecha de esa publicación.

Balaguer contesta aquí la que recibiera de Bonnelly, y que hemos reproducido en dos entregas anteriores de Página Retro.

La frase a resaltar es la que Balaguer le dice a Bonnelly de que su carta tenía “olor a sacristía”, con lo cual Balaguer insinuaba que, para escribirla, Bonnelly había tenido la ayuda de su muy cercano amigo, el reverendo padre Oscar Robles Toledano, en foto de 1983 aqui incluida, doctísima persona del siglo pasado, columnista frecuente que firmaba con el seudónimo de P. R. Thompson, alias que aludía a la ametralladora de se nombre, por los tiros mortales de Robles Toledano en sus escritos.

Robles Toledano, Bonnelly y Balaguer también habían sido amigos, y aún más. Los tres fueron parte de la primera directiva del Instituto Trujilloniano que se había creado en 1952. Por avatares del destino, de este trío quedó un dúo, formado por los dos primeros, con la consiguiente separación del tercero. En la complicidad supuesta por Balaguer, el dúo y el independiente se tiraron las cajas y los cajones. Veamos la carta de Balaguer.

Señor ex Presidente:
Acabo de leer su carta. Mi primera reacción ha sido de sorpresa ante los progresos que ha hecho usted como escritor. Contrasta visiblemente la literatura de los discursos que pronunció como orador favorito de Trujillo durante los años en que ocupó la cartera de Interior y Policía, y las cartas y los documentos que hoy aparecen con su firma al pie, todos vaciados en una prosa elegante, propia de un maestro del buen decir, muy distinto a aquel abogado que yo conocí y que sólo era capaz de redactar largos memoriales para la sustentación de jugosas causas civiles.

Ahora puede ya usted discurrir hasta sobre semántica y producirse como un erudito. Es posible que esa transformación en sus formas de escribir la haya adquirido usted durante los meses que pasó visitando diariamente el Vaticano, mientras negociaba el Concordato en la Santa Sede, de donde también sacó el olor a sacristía que trasciende ahora a muchas de sus actitudes.
Desgraciadamente, para los buenos catadores literarios, el estilo denuncia siempre al hombre. No se necesita ser demasiado sagaz para saber que usted pone en sus cartas y en sus documentos el odio y la pasión, y que otra pluma doctísima, muy admirada en todos nuestros ambientes culturales, pone todo lo demás.

Comienza usted por aludir en su carta a nuestros primeros pasos en la vida pública, cuando ambos éramos amigos y admiradores del Lic. Rafael Estrella Ureña. Saca usted a relucir, a propósito de nuestras actividades en esa época, la participación que tuvimos en el llamado Movimiento Cívico del 23 de febrero, para reprocharme que figurara entre los que abandonaron al dirigente del Partido Republicano para seguir al lado de Trujillo. Pero usted omite que fue electo diputado en las elecciones de 1930 y que cuando el Lic. Estrella Ureña decidió separarse de Trujillo, el grupo a que ambos pertenecíamos, compuesto por el Lic. Jafet D. Hernández, Lic. Pablo M. Paulino, los hermanos Perozo, Alexis Liz y Gustavo y Tomás Estrella, entre otros, se dividió por divergencias personales en dos facciones: la que optó por continuar al lado del jefe del Partido Republicano, y la otra que decidió aceptar las ofertas de amistad que recibió de Trujillo. Entre estos últimos no sólo figuró el que esto escribe, sino principalmente las dos más destacadas figuras del grupo en esos momentos: el Lic. Jafet D. Hernández, reconocido por su probidad y admirado por la rectitud de su carácter y la limpieza de sus actividades profesionales, y el Lic. Pablo M. Paulino, uno de los más notables juristas que ha tenido el país y educador de varias generaciones.

En la memoria de todos los dominicanos permanecerá vivo el recuerdo de que usted, actuando como portavoz de Trujillo, habló frente al féretro del Lic. Rafael Estrella Ureña y produjo un discurso insípido, calculadamente cauto, sin que en ninguno de sus párrafos denunciara la pena que debió despertar en su sensibilidad la pérdida de aquel viejo amigo y jefe, para mí, el más grande de los oradores dominicanos de todas las épocas.

He tenido la oportunidad de oír tribunos como Indalecio Prieto, como Manuel Azaña y como Niceto Alcalá Zamora, astros en la tribuna que dejaron vacante Castelar y Donoso Cortés, pero ninguno tuvo, a mi juicio, la emotividad arrebatadora ni el verbo encendido de Rafael Estrella Ureña, cuya figura creció hasta alcanzar la estatura de un Mirabeau, en los tiempos de la ocupación de nuestro territorio por la Infantería de Marina norteamericana.

Mientras usted se producía así, ante los restos de nuestro admirado amigo y antiguo jefe, el que esto escribe fue destituido como Secretario de la Delegación de la República en Madrid, por haber insertado en un libro titulado “Trujillo y su Obra” un capítulo entusiásticamente laudatorio de quien me he permitido en llamar el más grande y el más vibrante de los dominicanos a quienes Dios ha concedido el don de la palabra alada. Ese libro fue quemado al llegar al país, como en los días de la Inquisición, y el entonces secretario de Relaciones Exteriores, Lic. Arturo Logroño, me denostó acremente, en carta cuyo original conservo, por haberme permitido hacer tales elogios de un hombre que en ese momento no gozaba ya del fervor oficial y hacía campaña en el exterior contra el gobierno que ayudó a crear en 1930.

Luego habla usted de un supuesto golpe de estado preparado por los Trujillo. Esa especie es falsa de toda falsedad. Los Trujillo, después de la desaparición de quien creó esa dinastía política, vivían aterrorizados. Ramfis acarició durante algún tiempo la idea de permanecer en el país, pero la abandonó ante el sesgo que iban tomando los acontecimientos bajo la presión de la Unión Cívica Nacional, movimiento que quien esto escribe fue el que más protegió y alentó desde la Presidencia de la República. El portaaviones a que usted se refiere se situó en el Placer de los Estudios simplemente para respaldar las gestiones que yo mismo hacía, en unión del señor John Calvin Hill, Encargado a la sazón de la Misión de los Estados Unidos en nuestro país, para convencer a los Trujillo de que abandonaran el territorio dominicano.

Los sucesos que inició en Santiago el General Pedro Ramón Rodríguez Echavarría no contaron en ningún momento con mi aprobación y fue usted, por el contrario, uno de los artífices de esa asonada, no de ese “contragolpe”, como usted le llama acomodaticiamente.

Durante los graves sucesos de 1961, después de instalado en la Secretaría de las Fuerzas Amadas el General Rodríguez Echavarría, me visitaron en mi residencia el Dr. Viriato Fiallo y el Dr. Jordi Brossa, quienes me presentaron una fórmula para la solución de la crisis, que acepté como la más conveniente para calmar los ánimos en aquella hora conflictiva. Esa fórmula consistía en la designación del Dr. Viriato Fiallo como Secretario de las Fuerzas Armadas, bajo la reserva de que ocupara después de mi renuncia como Presidente de la República, la Primera Magistratura del Estado. El Dr. Fiallo se comprometía solemnemente, en el memorándum que me entregó juntamente con el Dr. Brossa, a restituir inmediatamente al General Rodríguez Echavarría en su cargo como titular de las Fuerzas Armadas. Fue en los momentos en que yo trataba de convencer al General Rodríguez Echavarría para que aceptara la fórmula, cuando apareció usted, no llamado por nadie sino espontáneamente, en el Palacio Nacional, con un nuevo proyecto para la creación de un Consejo de Estado que quien esto escribe presidiría hasta el 27 de febrero de 1962 a más tardar, y que luego seguiría funcionando bajo la Presidencia de usted. El General Rodríguez Echavarría, quien tenía el control militar de toda la Nación, se inclinó por esta última fórmula, y yo tuve la satisfacción, previo acuerdo con usted, de dirigir al Congreso Nacional el proyecto de ley que creó el Consejo de Estado.

Algo que no debo omitir en esta relación es el hecho de que los principales dirigentes de la Unión Cívica Nacional eran opuestos a esa fórmula y que así me lo hicieron saber, entre muchos, el Lic. Federico Álvarez Morales, el Dr. Ángel Severo Cabral y el Dr. Luis M. Baquero. No obstante, confiado en su amistad, en los lazos que me habían unido a usted desde los tiempos de nuestra camaradería en la ciudad de Santiago, apoyé la opinión del General Rodríguez Echavarría e incurrí en el error de desestimar el acuerdo a que había ya llegado con el Dr. Fiallo y con el Dr. Brossa.
Continuará la próxima semana.

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