En un libro publicado en 1993, “Los primeros turistas en Santo Domingo”, Bernardo Vega reúne y comenta los libres relatos de un puñado de viajeros, norteamericanos y europeos, que conocieron nuestro país en el período comprendido entre 1850 y 1929. En principio, uno imaginaría sin la menor trascendencia lo que una acaudalada señorita de New York (que arribó en su yate a Santo Domingo en 1898) pudo haber expresado acerca de nosotros en los días estrambóticos de Lilís. Tampoco, supondría el leyente, que de algo ha de servir lo que un entremetido Cónsul inglés pudiese fisgonear sobre las costumbres dominicanas del 1850. Mucho menos significado, por supuesto, se le otorgaría al diario de un escritor norteamericano que recorrió minuciosamente el país durante las turbulencias del 1914.
Con énfasis, no obstante, debo advertir la equivocación radical en que incurriría quien piense del modo antes descrito. Quizá porque los indicios, las realidades y los chispazos que brotan de estas crónicas confirman una intuición generalizada: en lo esencial, en sus méritos y en sus defectos, el dominicano muy poco ha cambiado durante el último siglo y medio.
Acaso sirvan estas crónicas como piezas para integrar ese armazón de nuestra antropología cultural que con brillo iniciara Harry Hoetink.
Discurso en la presentación del libro “Los primeros turistas en Santo Domingo”, crónicas de viajeros (1850-1929); Casa de Bastidas, Santo Domingo, febrero de 1993.
Todos sabemos lo que es la historia, hasta que comenzamos a pensar en ella. Desde Heródoto, hasta Carlyle y Emerson y la mayoría de los historiadores del siglo XIX, se creyó que la historia era forjada por los hombres egregios, por los héroes. Las grandes batallas, las frases insignes, la domesticidad del titán, inclusive, eran la sustancia histórica, la única materia digna de recordación. En el otro extremo, desde los fortines de su vasta utopía iluminista, Carlos Marx sostendría que toda la historia humana podía reducirse a la lucha entre amos y esclavos, entre señores y vasallos, entre burgueses y proletarios.
Así, por lo menos hasta 1961, la historia oficial dominicana fue tan sólo el comentario hazañoso de revoluciones, de campañas militares, de fusilamientos, de golpes de Estado. Aunque después de 1961 el recuento histórico cambió de lenguaje. Entonces, con tan escasas como honrosas excepciones, la mayoría de nuestros historiadores dejó de lado las proezas y empapó el discurso de una inédita terminología. Se hablaba ahora de neocolonialismo, de imperialismo, de relaciones de producción, de explotación impía de los hombres por los hombres.
Pero desde ambas perspectivas, no cabe duda, era angosto el espacio para entender ese amasijo de hechos económicos y sociales, ese enredo de sucesos políticos e intelectuales que formaban el mosaico de la cotidianidad nacional. Quedaba nada, para ser más precisos, que nos pudiera explicar la intrahistoria dominicana. Faltaban detalles para percibir cómo vivían, de qué se alimentaban, en qué gastaban su tiempo, en qué creían los hombres comunes, los antihéroes del siglo pasado y de principios de esta centuria. En suma: conocíamos las gestas, pero ignorábamos la vida. Cabían entonces las preguntas: ¿para qué se escribía y para qué servía –para qué, inclusive, se enseñaba– la historia?
“La historia es maestra de la vida”, decía Cicerón. Muchos, como si calaran en una novela o una poesía épica, acceden a la obra de historia por simple placer. Sin embargo, el desarrollo de la ciencia histórica obedece a fines más altos. Conocer la historia, así, nos enseña a comprender lo que somos, a entender nuestra posición en el mundo, a extraer enseñanzas de los aciertos y extravíos de nuestros antecesores.
Mirar al titán es mirar el relámpago de la historia. En Duarte y Bolívar, en Sánchez y Martí, de mil maneras, está el aliento del Prometeo que infunde vida al barro. Pero al héroe se le adora, no se le ama, y del héroe nacen las religiones y los fervores, mas no la identidad. La lucha de clases, de igual manera, al arrojarnos del paraíso de la privacidad y el individualismo, nos aleja de la idea del ser nacional. Frente a la ortodoxia marxista se deviene burgués o proletario o lumpen, explotador o explotado, nunca dominicano o venezolano o mexicano.
Aquí y ahora, la heroicidad y el conflicto de clases fracasaron en explicar esa cosa extraña, esa entidad desusada que constituye la dominicanidad. Por ello, fabricada de hilachas, nuestra identidad resulta hoy, más que una proposición, una mimesis; antes que una afirmación, un desmentido; mejor que una satisfacción, una congoja. Y sólo hay una ruta para llegar hasta nosotros mismos, únicamente un camino para arribar al gentilicio eficaz y digno: asumir sin tapujos la tristeza sorda de nuestro pasado; conjurar, digámoslo, con inteligencia y pasión, la desdicha larga que está en nuestro origen.
De ahí que estas páginas fieras que presento ante ustedes (dieciséis crónicas de viajeros norteamericanos y europeos que conocieron el país entre 1850 y 1929, seleccionadas, prologadas y anotadas por Bernardo Vega), como las hojas de todo libro honrado, me parezcan con suficiente rudeza, con grosería y perspicacia bastantes como para justificar esta noche, entre todos, una provechosa expiación de nuestros más costosos mitos.
Bernardo Vega llamó “turistas” a los viajeros que redactaron estas crónicas. Pero, tal y como ocurre con la historia, todavía hoy nadie sabe muy bien qué es el turismo ni, mucho menos, qué es un turista. Fue en 1954 cuando la Academia Internacional del Turismo premió con 50,000 francos y una semana de estancia en Montecarlo a quien dijo que el turismo era “viajar una persona por su gusto, alejándose de su domicilio más de 20 horas”.
De nuestros cronistas invitados, en ese caso, pienso que por su gusto llegaron al país una señorita millonaria de New York, a bordo de su yate; un cirujano inglés, miembro de la realeza; cuatro norteamericanos, escritores y trotamundos; un periodista italiano, así como una señora estadounidense. Se me ocurre que en cumplimiento de algún deber llegaron el primer Cónsul inglés, dos geólogos norteamericanos, un líder negro y un líder religioso protestante.
Tres de las dieciséis crónicas del libro corresponden al período de la Primera República (entre la Independencia de 1844 y la Anexión de 1861), seis se refieren al segundo intervalo republicano (entre la Restauración de 1865 y la ocupación de 1916), tres pertenecen al lapso de la intervención norteamericana (de 1916 a 1924) y cuatro describen la vida nacional durante la Tercera República (después de 1924), hasta alcanzar los días previos al ascenso de Trujillo.
El reporte más antiguo pertenece a Sir Robert Schomburgk, etnólogo eminente, primer Cónsul inglés destinado a la República Dominicana, quien llegó al país en 1849; sólo Dios sabrá si durante el gobierno de Manuel Jiménez González (antes del 29 de mayo), de Pedro Santana (desde el 30 de mayo hasta el 23 de septiembre) o de Buenaventura Báez (después del 24 de septiembre). La crónica más reciente es de Harry Foster, escritor y viajero que caminó la isla en 1929, en los días de Horacio Vásquez, un año antes de la dictadura trujillista.
El tiempo transcurrido entre el primero y el último de los viajes abarca poco menos de ochenta años. En este espacio, es justo destacarlo, la República Dominicana se transformó radicalmente. Durante el último cuarto del pasado siglo llegaron al país, a la vez, los modernos centrales azucareros y las ideas del positivismo, el telégrafo y los ferrocarriles. Entre 1901 y 1930 se construyeron las primeras carreteras y arribaron los primeros automóviles. En esos años fue establecida la base administrativa de la Nación y se otorgó un notable impulso a la educación y la salud pública. A tal punto así, que un calificado testigo de esos cambios hubo de señalar: “El año 1927 marca la cúspide de la prosperidad nacional. Había trabajo, dinero, abundancia, paz, bienestar y un aparente empeño general de superación. El comercio, la agricultura, las industrias se ensanchaban florecientes y emprendedoras”.
En general, aunque con diferentes registros culturales y emocionales, las crónicas abordan un temario similar: la belleza del paisaje y la benignidad del clima; la condición física de los monumentos coloniales, las calles, las casas y los hoteles; el atraso del país por la inexistencia de carreteras y adecuadas formas de transporte; los primitivos sistemas autóctonos de producción agropecuaria e industrial; la alimentación, el vestuario y el carácter de la gente; las creencias, los pasatiempos y las tradiciones populares; así como el favorable contraste étnico y cultural entre nuestro pueblo y la nación haitiana.
En 1850, Sir Robert Schomburgk dice, refiriéndose a la catedral: “Su arquitectura es noble, pero durante una reciente renovación han salpicado su interior con todos los colores del arcoiris”. Más adelante, el Cónsul inglés señala: “Las jóvenes damas españolas son generalmente lindas, sin ser hermosas… sus figuras son muy buenas, pero sus bustos no poseen amplitud… y las damas, viejas y jóvenes, ¡fuman cigarrillos!”.
Dennis Harris fue un líder racial que investigó en 1860 la posibilidad de establecer asentamientos de negros libres en Haití y la República Dominicana. Conoció él Puerto Plata, Luperón y La Isabela. Es suya esta frase, refiriéndose a Puerto Plata: “Un hombre que pueda encontrar una falta con este clima encontraría un fallo en el paraíso”.