Introducción
Los países de Iberoamérica y el Caribe poseen una red de caminos interurbanos y rurales con longitud cercana a los 3.3 millones de kilómetros. Su valor de reemplazo se estima en 2,000 billones de dólares (un billón igual a mil millones de dólares, según la terminología norteamericana), cifra equivalente a una tercera parte del PNB regional. Estas magnitudes, claro está, excluyen las calles y autopistas urbanas.
En los años 60 y 70 del pasado siglo, y con apoyo financiero multilateral, los gobiernos de nuestra región invirtieron crecidas sumas lo que permitió construir una vasta red de carreteras. De este modo, la infraestructura de transporte aumentó más rápidamente que la disponibilidad real de los recursos y tanto más que la capacidad de las instituciones a cargo de la conservación de estos activos. Pero también el tráfico se desarrolló por encima de lo previsto, y las cargas de los vehículos pesados sobrepasaron en mucho la capacidad para la cual fueron diseñados los pavimentos.
Ahora se percibe que los sistemas viales en muchos de nuestros países son extensos y bien configurados. No obstante, los recursos para mantener esta infraestructura resultan casi siempre insuficientes, al punto de que las irregularidades en la conservación del sistema de carreteras latinoamericanas ocasionan una desinversión anual calculada entre 30 y 40 billones de dólares. Al mismo tiempo, cada dólar que no se aplica al mantenimiento vial eleva en dos o en tres dólares los costos de operación de los vehículos. Y estos costos adicionales, a su vez, se transfieren como un gravamen al resto de la sociedad.
Ocurre que, en el terreno gubernamental, el transporte ha de competir con otros servicios públicos en la asignación de fondos. Las prioridades entre salud, educación, seguridad social y otros servicios se deciden, frecuentemente, a la luz de argumentos políticos o en un marco de demandas conflictivas. Los grupos califican el impacto de las decisiones gubernamentales de acuerdo con su propia situación o sus intereses específicos. Los consumidores del transporte —esto es, la ciudadanía, prácticamente sin excepción— carecen de cohesión corporativa como para constituir un grupo de presión frente a la instancia oficial.
Por ello, casi nadie protestará cuando un camino rebase el “punto crítico” y luego se adentre en la etapa de “desgaste acelerado”, hasta que finalmente expire entre los vítores de la comunidad política, a cuya magnanimidad habremos de agradecer nuevamente la “reconstrucción” generosa de esta obra. Aunque a todos nosotros, entonces, nos invadan unas ganas enormes de recordar las palabras del poeta venezolano Andrés Eloy Blanco: “No hay que llorar la muerte de un viajero, hay que llorar la muerte de un camino”.
Hablar de mantenimiento vial en América Latina —de conservación en general, digamos— supone la interpretación de determinadas premisas históricas. Somos los hispanoamericanos, en el origen, legatarios espirituales de la desoladora Contrarreforma. Luego, el Estado todopoderoso y filantrópico nos privó de nociones básicas, como aquella que vincula el progreso con el trabajo, el ahorro y la inversión; o acaso con la que establece un nexo firme entre el beneficio y la eficacia de nuestras acciones.
En Iberoamérica las cosas han ocurrido por obra y gracia de la providencia, por faena y merced de los gobiernos omnipotentes y celestiales. ¿Cuidar adecuadamente las obras existentes, como fórmula para elevar la rentabilidad general de la sociedad?: absurdo; el mantenimiento no se inaugura; sólo un calvinista o un luterano pensaría en conservar lo ya construido. ¿Privar al gobierno de la oportunidad magnífica de inaugurar cada veinte o veinticinco años una carretera, la misma carretera, sólo que ahora fabricada sobre el cadáver despedazado de su antecesora?: inútil, por no decir imposible. Excepto que, como sucediera en los años ochenta del siglo pasado, las economías se precipiten al colapso, que se agoten los recursos para la inversión en infraestructura, y que muchos de nuestros gobiernos no dispongan de fondos para alimentar siquiera la plantilla de una burocracia de proporciones amazónicas, tan ineficaz como indolente.
En el mundo de hoy, signado por la apertura y la desregulación, por la desmitificación económica y la competencia, las políticas de transporte suscitan paradojas tanto técnicas como económicas. Ahora nos hacemos preguntas lacerantes: ¿Qué papel debe desempeñar y qué responsabilidades asignar al gobierno y al sector privado en la administración del sistema de transporte? ¿Quién debe poseer y operar las instalaciones del sistema? ¿Cómo y con qué medios ha de garantizarse el mantenimiento de las carreteras, de las vías rurales y las calles? ¿En qué medida convendría, a la sociedad como un conjunto, traspasar la conservación de los caminos a la empresa privada? Y, por último, la interrogante esencial: ¿De qué modo y quiénes financiarán las necesidades del transporte?
Administración del mantenimiento de carreteras en la República Dominicana
La red vial.
Por lo menos en extensión y ordenamiento, el país dispone de una infraestructura de transporte terrestre razonablemente proporcionada. Todos los municipios y comunidades del territorio nacional están conectados a una red vial formada por 5,400 kilómetros de carreteras principales y 12,700 kilómetros de vías rurales (caminos vecinales permanentes y rutas de utilización temporal). Respecto a los 48 mil kilómetros cuadrados de superficie territorial, a los 10.2 millones de habitantes y a los 63,000 millones de dólares de nuestro PIB, es obvio, la dimensión de la red vial resulta adecuada. El país cuenta con 36 kilómetros de caminos por cada 100 kilómetros cuadrados de territorio y 1.8 kilómetros por cada mil habitantes, en tanto esa carga representa sólo 0.09 kilómetros de carreteras principales y 0.20 kilómetros de vías rurales por cada millón de dólares del PIB.
La red principal está constituida, en casi cuatro quintas partes, por carreteras pavimentadas, con diseño geométrico apto para la circulación a velocidades de 70 kilómetros por hora y más. Como contraste, la vialidad rural comprende caminos con pavimentos de grava o de tierra en un 75% de su longitud, los cuales son susceptibles de deterioro en períodos de lluvia prolongada.
Aunque el gobierno ha realizado elevadas inversiones durante los últimos veinticinco años, los esfuerzos de conservación han sido esporádicos y, en el mejor de los casos, insuficientes. Nuestra administración, como casi todas las de América Latina, no gasta dinero para reforzar un camino al iniciarse la etapa crítica del ciclo de vida de su pavimento, durante el breve período en que el desgaste lento y poco visible se torna acelerado y notorio aun ante los ojos del profano. En palabras llanas, el mantenimiento vial ha consistido históricamente en la aplicación del viejo método de la “rueda chirriante”, esto es, la reconstrucción de un camino al cabo de 20 o 30 años de servicio, en una fase que generalmente excede el quiebre y se acerca más a la descomposición total de sus estructuras.